Pedro Castelao
Universidad Pontificia Comillas
1. El punto
de partida
En nuestro imaginario colectivo
el cristianismo es culpable de la enemistad multisecular entre el cuerpo y el
alma. Ésta ha de ser pura, limpia, sobria y evitará en todo momento las malas
compañías que siempre van con aquel: el placer, la voluptuosidad, los apetitos,
los impulsos, etc. Que esta imagen responda a la realidad es otro cantar, pero
que todavía sigue vigente, si bien de forma difusa, me parece indudable. En
este sentido creo que pensar al hombre, en la teología cristiana, desde esta
contraposición «cuerpo-alma» como punto de partida es francamente problemático.
En breve se verá por qué.
Ahora bien, si no partimos de la
visión tradicional se hace necesario, antes que cualquier otra cosa, hacer
explícito nuestra convicción fundamental, puesto que será ella la que guíe
estas reflexiones. A mi modo de ver, en el cristianismo el ser humano es,
filogenéticamente, el culmen histórico de toda la creación, es decir, la cima
del proceso evolutivo de todo el universo. Y, desde el punto de vista de la
ontogénesis, cada ser humano es un sujeto singular, único e irrepetible, cuya
vida se teje con los hilos del espacio y el tiempo, en el telar de la eternidad
de Dios. Su constitución antropológica ha de ser pensada, pues, en continuidad
evolutiva con la materia de todo el universo —su condición corporal— y en
discontinuidad exigida por su singular razón consciente y su intransferible
libertad finita —su interioridad—. Su corporalidad no es, pues, una de sus
partes, sino una condición constitutiva que abarca todo su ser: desde los más
sutiles pensamientos que alberga en el fondo de su interioridad, a los más
expresivos sentimientos que pueda traslucir su rostro. La corporalidad humana
es tan singular y única en todo el cosmos conocido que, justamente, constituye la
condición de posibilidad de lo intangible: la palabra, la música, la espiritualidad. No
es el obstáculo de lo intangible, sino condición de posibilidad. Y por ello
tampoco es lo antidivino, sino la base por la que el
Creador puede establecer una verdadera relación de alteridad frente a una
criatura autónoma y distinta de Él. Una alteridad que, en la corporalidad
humana, está llamada a la superación de los límites de la existencia y a la
participación en la eternidad de Dios.
Dicho más brevemente: me parece
que no solo es posible sino que es apremiantemente necesario pensar la
constitución del ser humano, según el cristianismo, de una nueva forma que
evite el dualismo implícito en la contraposición «cuerpo-alma», de manera que,
siendo fiel a lo más genuino y esencial de la tradición, se pueda expresar la
concepción cristiana del hombre con una cercanía mayor a su trasfondo bíblico,
partiendo desde la inescindible unidad multidimensional que caracteriza los
procesos vitales, de manera que la teología muestre la novedad de su contenido
en armonía con la unidad psicosomática que, según las ciencias actuales,
caracteriza todos los actos y pensamientos del hombre. En esta dirección se
orientan las reflexiones que siguen, aunque, como se comprenderá, sólo pueden
ser muy esquemáticas y tentativas[1].
2. Lo
esencial de la tradición
Desde el segundo relato genesíaco
de la creación se hace patente la vinculación explícita entre el ser humano y
el cosmos. Adam, el hombre
originario, el ser humano genérico, es creado de la adamah, de la
tierra. Sin embargo, su constitución llega a término cuando,
según Gn 2, 7 es constituido en nefesh
hayyah, en «ser viviente». Es la ruah, el aliento divino el que vivifica la
tierra modelada. Se comprende que la traducción de los LXX haya intentado
vehicular el rico significado del hebreo nefesh
con el término griego psyché. Sin embargo,
el «alma» es en la concepción helénica tardía un principio autónomo, inmaterial
e inmortal de cuya unión con el cuerpo surge el ser humano. Que la nefesh hebrea no puede ser pensada con
acierto en tal esquema de pensamiento nos lo muestra claramente lo que se dice
de ella en Nm 6, 6. En este pasaje se alude al nazireato, el precepto legal
que, en determinado tiempo, impide tocar un cadáver so pena de impureza.
Cadáver se dice en hebreo: nefesh muerta.
De modo que el principio vital que vivifica al hombre por la acción creadora de
Dios también puede fallecer. Y con él fallece el hombre. Todo el hombre. La nefesh no es inmortal. No hay, pues, en
Gn 2, 7 una concepción dualista del ser humano, sino que se nos da, más bien,
la afirmación inequívoca de su parentesco y continuidad con la realidad que
conforma cuanto existe: el polvo de la tierra.
No otra cosa es lo que nos
encontramos cuando vemos el uso que tienen en el AT términos como básar (carne), ruah (espíritu) o leb/lebab (corazón).
Todos ellos nombran a todo el ser
humano en su compleja realidad, destacando, eso sí, una determinada dimensión.
De las 273 veces que es utilizado el término básar, 104 de ellas es
referido a animales. Tenemos aquí una muestra de la coincidencia que el ser
humano tiene con otros seres vivos: su carne, sus músculos, sus tendones. Su
realidad más exterior, que sufre el inflexible paso del tiempo y los achaques
de la caducidad, se deteriora del mismo modo que la del ganado. Si nefesh era ese principio vital (el de la
tráquea y la aorta) que hace del hombre un ser en estado de necesidad —porque
no se otorga la vida a sí mismo, sino que la recibe— la básar nos muestra a un ser humano frágil, caduco, perecedero.
Sin embargo, el ser humano, a
diferencia de cualquier otro ser vivo, también es ruah. Es decir, es una criatura singularísima, capaz de establecer
relación con Dios. De las 389 veces que se usa el término en el AT, 136 se
refieren al Espíritu divino. El aliento humano es capaz de Dios porque el ser
humano ha sido creado a su imagen y semejanza. Con todo, el término más
utilizado para referirse al hombre en todo el AT es leb/lebab, corazón. Contra lo que suele pensarse el corazón no es
en la antropología semita —como lo es en nuestra cultura actual— la sede de los
sentimientos. El corazón es la totalidad del ser humano en cuanto capaz de
discernir el bien del mal, en cuanto que sede de la inteligencia y la voluntad. Es todo el
hombre en cuanto que reflexiona, discierne y elige. Por eso se dice de Salomón
que era un hombre de corazón grande. No por su capacidad afectiva (o no solo,
por lo menos), sino principalmente por su aguda y justa capacidad de
discernimiento.
Si bien es cierto que en el
período helenista los influjos de la filosofía griega han dejado su huella,
también, en los últimos libros de AT, no lo es menos que se trata de casos que,
pese a su relativa y creciente extensión, no tienen suficiente fuerza transformadora
como para poner en duda esta constatación general: la antropología subyacente a
los principales libros del AT nos muestra claramente una visión unitaria del
hombre. Una visión unitaria en una pluralidad de dimensiones que, no obstante,
no pueden ser entendidas como partes o compartimentos separados, o como
conjunto de elementos distintos. Es más, el impulso de su profunda unidad
parece corroborado por un rasgo absolutamente decisivo: la profunda y radical
relación a Dios del ser humano. De todo el ser humano. Como dice el salmo,
desde sus más íntimos pensamientos a todos y cada uno de los pelos de su cabeza.
Y esto es debido a su singular condición de criatura.
En síntesis podríamos decir que,
en el AT, el ser humano está habitado por un principio vital que alienta en su
interior, está conformado corporalmente con huesos, músculos y tendones que
sufren el paso del tiempo. Es un ser que respira cadenciosa o aceleradamente,
pero discierne el bien y el mal, conoce la verdad y la mentira y realiza toda
su vida ante Dios. Su constitución biopsíquica hace de él una realidad una e
inescindible, pero su capacidad de trascendencia lo llevan más allá de sí mismo
y de todo cuanto le rodea. El hombre vive, corre, respira, piensa y obra ante
Dios. Es capaz de Dios, porque Dios ha sido capaz de él.
Similares consideraciones podemos
hacer respecto del NT. En el NT el ser humano es psyché, sarx, soma, pneuma, kardía y syneidesis, es decir, alma, carne,
cuerpo, espíritu, corazón y conciencia. El campo semántico de los términos
griegos nos podría llevar a engaño si no atendiésemos a algo que, sobre todo en
Pablo, se presenta con meridiana claridad. Para Pablo —y pensemos que nos
referimos, pues, a los escritos más antiguos del NT— la vida kata sarx o la vida kata pneuma no es, de ninguna manera, una alusión a una determinada
parte del ser humano. Más bien, es justo lo contrario. Se trata de una llamada
a una orientación de la existencia que abarca todos y cada uno de los ámbitos
que la vida del hombre pueda contener. Vivir según la carne consiste en
orientar todas las fuerzas de la existencia en el más inmediato provecho propio.
Es la vida del egoísmo máximo: en el placer sexual, en el comer, en el beber,
en el vestir, en la gestión de las propiedades, en la casa familiar con la
mujer, hijos y esclavos, en las relaciones sociales, en la cosa pública, en la
relación con Dios.
La carne, para Pablo, adquiere,
pues, un poder simbólico global que contiene todo cuanto afecta a la
configuración concreta de una biografía personal. No es extraño, pues, que en
muchos pasajes, «carne» vaya tan unido a «pecado». Es más, lo extraño sería lo
contrario, habida cuenta del amplio significado teológico que tiene. Vivir
según la carne significa vivir alienado de sí mismo. Es la pérdida completa de
la verdadera identidad —paradójicamente— en su búsqueda más desesperada. Quien
vive según la carne vive enajenado de sí, siendo esclavo de ese deseo egoísta
que utiliza a los demás con el único fin de satisfacerse a sí mismo. Se
malinterpreta reiteradamente a Pablo cuando se piensa que «carne» dice relación
a la corporalidad, a la sensualidad o sólo a la sexualidad. Es
mucho más, porque nombra a todo el
ser humano.
Lo mismo sucede, pero a la
inversa, con el término «pneuma» y su correspondiente orientación vital kata pneuma. Quien vive según el
espíritu ha descubierto la clave de la existencia: el descentramiento altruista
que nos centra auténtica y verdaderamente en nuestro verdadero yo. También se
trata de una realidad paradójica, puesto que la vida según el espíritu orienta
la existencia de tal modo que nos saca de nosotros mismos, nos conforma con Cristo,
nos incorpora a su nueva realidad y, por tanto, nos resitúa nuevamente ante
nosotros mismos como más nosotros mismos. Pablo lo dice genialmente cuando
confiesa que ya no es él quien vive sino que es Cristo quien vive en él. Pablo
solo es verdaderamente Pablo una vez que ha experimentado la conversión, es
decir, la reorientación de todas las dimensiones de su existencia en torno a un
nuevo centro de gravedad. Y por tanto, también el pneuma ha de ser aquí interpretado con ese sentido global que es
propio de la sarx. Toda la
existencia es «pneumática», como toda la existencia puede ser «sárkica»: el
comer y el beber, así como el pensar o el rezar.
Pensando concretamente en la
corporalidad, hay que decir que Pablo distingue claramente entre sarx y soma. Si la sarx dice
relación directa al pecado, el soma
nos orienta hacia Cristo. Soma tou
Christou, el cuerpo de Cristo, como término eucarístico y eclesiológico.
Por tanto, también como término material, corporal, comestible y como realidad
comunitaria, orgánica, social. Nada más equivocado, pues, que hacer de Pablo o,
en general del NT, un enemigo de la corporalidad humana. El cuerpo está llamado
a ser templo del Espíritu Santo. Es decir, lugar sagrado. Lo que se detesta es
el egoísmo, la malversación de nuestro yo, la depravación de nuestra vida. Y lo
que se ensalza, por el contrario, es el aprovechamiento máximo de todo lo que
somos y tenemos a favor de los demás y, en consecuencia paradójica, a favor
nuestro.
En el NT está prácticamente
ausente la preocupación especulativa por la constitución del hombre. Sin
embargo, es claro que, en su trasfondo, la concepción antropológica que prima
es la semita, la unitaria en pluralidad de dimensiones, y ésta, como estamos
viendo, está muy alejada del dualismo helénico.
Sea como fuere me parece que,
después de todo lo dicho, se hace evidente que la contraposición «cuerpo-alma»
no hace justicia a la riqueza de la antropología bíblica y, aunque haya tenido
su justificación en la historia del pensamiento occidental, no puede ser
confundida con lo esencial que siempre se ha querido mantener. Lo esencial de la tradición cristiana es, a
mi modo de ver, esto: la dialéctica constitutiva de la criatura singular, que
es el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios. Un ser humano creado, como
creados han sido el cielo y la tierra y todo cuanto contienen. Pero creado a
imagen y semejanza de Dios, a diferencia de todo cuanto existe. A saber, pues:
la dialéctica entre su vinculación con toda la creación material y su radical
diferencia respecto de ella.
Esa dialéctica ha sido afirmada y
sostenida en la teología bíblica y también en la teología prenicena sin
necesidad de la estrecha contraposición entre «cuerpo» y «alma». De hecho, se
podrían completar estas reflexiones con un recorrido cronológico por la
tradición que estudiase en Justino, Teófilo, Taciano, Atenágoras, Clemente y
Orígenes, cómo tras el incipiente uso de la contraposición tradicional entre
«alma» y «cuerpo» todavía late en sus reflexiones la tendencia unitaria que lleva
a descartar que solo el cuerpo o solo el alma puedan ser consideradas
«persona». Es más, se reclamará necesariamente la presencia de ambos en
completa unidad para que se pueda acreditar la propia identidad del sujeto.
Esto es lo que llevará, para escándalo de los filósofos griegos, a la
insistencia prenicena en la necesidad de afirmar y mantener la resurrección de
los cuerpos. Porque si no, después de la muerte no hay sujeto humano si solo se
afirma la inmortalidad del alma. Inmortalidad que, por otra parte, no solo no
es aceptada por todos los pensadores cristianos, sino que es explícitamente
negada, p. e., por Justino. La cosa cambiará después de Orígenes, cuando la
dualidad terminológica «cuerpo-alma» se convierta en realidad óntica que pasa a
ser el punto de partida desde la que se piense el ser humano como un «humano
compuesto». Esta dualidad se hará moneda común en la teología medieval e,
incluso moderna. No obstante, entrará en profunda crisis en la actualidad.
Adviértase, no obstante, que lo
esencial de la tradición cristiana —la dialéctica de continuidad y
discontinuidad de la vida humana— es, justamente, lo que ha intentado mantener
la dualidad «cuerpo y alma». Por eso, y en aparente contradicción con todo lo
antedicho (pero sólo «aparente») creo que argumentan con toda corrección los
teólogos que no deslegitiman el dualismo «cuerpo-alma» con el único argumento
de que dicha contraposición no es bíblica. Tienen razón al considerar que lo
esencial de la antropología cristiana no tiene por qué estar necesariamente
atado a una determinada concepción del hombre (aunque sea la bíblica, aún
incluso si esta fuese homogénea y estuviese teóricamente elaborada). Señalan
con razón que en otros contextos históricos y culturales lo esencial de la
consideración teológica del hombre puede ser igualmente mantenido gracias a la
polaridad «alma-cuerpo» pese a sus orígenes helenísticos. Y hay que decir que
es cierto: tampoco el «homoousios» es un concepto bíblico y esto no es un
argumento contra su legitimidad y significación. Ahora bien, lo decisivo es
pensar si la tradicional contraposición «cuerpo-alma» sigue siendo significativa
en nuestro contexto actual —que no es ni el bíblico ni el helénico— con todas
las connotaciones dualistas con las que inevitablemente la recibimos.
Así pues, interpretando
positivamente esta contraposición, al hilo de la dialéctica esencial que hemos
señalado, podría decirse que el «cuerpo» nos mostraría la vinculación del ser
humano con la materialidad de la creación. El «alma» —creada directamente por
Dios— su radical discontinuidad, a saber, su particularidad distintiva frente a
todo lo creado.
Siendo la intención buena, y
reconociendo que ha habido momentos en la historia del cristianismo donde esta
dualidad ha vehiculado adecuadamente la dialéctica esencial del ser humano,
tampoco me parece honrado ignorar que se ha pagado un altísimo precio al
mantener hasta hoy estos mismos conceptos. Como si no fuese posible una
consideración teológica del hombre más allá de su configuración teológica
premoderna. Hay que reconocer que en la mentalidad más tradicional el cuerpo
fue pensado y vivido como sede y refugio de la tentación, el pecado y la maldad. Por el
contrario, el alma era el signo de la pureza, el bien y la divinidad. La
divinización era, pues, la mortificación del cuerpo y la huida de la materialidad. Una
concepción antropológica y soteriológica que, en la objetividad de sus
consecuencias es, sin duda, más gnóstica que cristiana.
En cualquier caso, y más allá de
todo esto, me interesa insistir en que en toda la historia de la antropología
teológica late la misma dialéctica profunda: el hombre es criatura de Dios vinculada estrechamente a la materialidad
de la creación, pero también cualitativamente diferente de ella. El hecho
de que la contraposición clásica «alma-cuerpo» haya entrado en crisis en el
pensamiento hodierno, nos enfrenta al reto de mantener la misma dialéctica, sin
caer en los límites de la concepción tradicional, pero también sin cercenar
toda la riqueza de su contenido. Es un reto ineludible, porque si se mantiene
la contraposición clásica son tales los falsos problemas que se originan que no
hay forma, a mi modo de ver, de vehicular la verdad más profunda de la
concepción cristiana[2].
3. El reto
de la antropología teológica actual
¿Dónde buscaremos una solución? A
mi modo de ver, en los textos del Concilio Vaticano II podemos encontrar una
buena orientación que nos ayude a no perdernos. Lo primero que hay que afirmar
es que, con todo derecho, GS, 14 mantiene el lenguaje tradicional para expresar
la singular constitución del ser humano. Sin embargo, es imposible no reconocer
que detrás de sus clásicos términos late un impulso renovador que quisiera
explicitar, siquiera a grandes rasgos. Escuchemos y analicemos su literalidad:
«Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí
los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos
alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador».
El hecho de que en el inicio de
este texto se sigan manteniendo los términos tradicionales de «cuerpo» y «alma»
para dar razón de la condición humana («Corpore
et anima unus» dice el texto latino) muestra, por un lado, el lógico peso
de la tradición —con la cual el Concilio se muestra en continuidad— pero, por
otro, a mi modo de ver, un cierto peligro de dualismo intrínsecamente adherido
a la objetividad de los términos. Dualismo, dicho sea de paso, extraño al
desarrollo del texto conciliar, pero inevitable —como peligro— en cuanto concomitante
a la dicotomía «corpore et anima».
En efecto, si se dice que el
hombre es «corpore et anima unus», la
afirmación de esa unidad aparece en difícil tensión con la afirmación de la dualidad. Reitero
que la tensión dialéctica aquí señala de ningún modo puede ser negada. Antes
bien, debe ser mantenida, pero —a mi modo de ver— en este caso concreto y con
esos términos concretos de la dualidad, me parece necesario reconocer que,
quiérase o no, —es decir, fijándose en la objetividad de los términos— «cuerpo»
y «alma» arrostran una fuerte connotación semántica que los puede hacer
concebir como realidades ónticas constituidas en sí mismas y por separado. Es
decir, aunque se intente matizar lo contrario, se corre el peligro de que parezcan entidades distintas, heterogéneas,
subsistentes y, por lo tanto, contrarias.
Afortunadamente el peligro no
tiene por qué hacerse realidad y lo cierto es que, más allá de estos detalles,
la totalidad del texto de GS 14, y sobre todo su impulso de fondo, no puede ser
más alentador. Que GS 14 hable de «condición corporal», luego de establecer la
tesis dialéctica de la unidad y la dualidad mencionada, me parece que no es solo
un recurso retórico, sino que, si ésta expresión se potencia adecuadamente,
puede servirnos para superar una concepción sustancial del cuerpo que tienda a
aislarlo del todo de la realidad del ser humano. La explicación es sencilla: de
nuestros recuerdos, sentimientos, intuiciones y ensoñaciones no podemos decir
que sean cuerpo, porque justamente se caracterizan por su inmaterialidad. Ahora
bien, ¿podríamos decir igualmente que no tienen una determinada «condición
corporal»? Habida cuenta del profundo carácter psicosomático de todo fenómeno
humano es evidente que la condición corporal del hombre es característica
última y primera de sus más sutiles y etéreas especulaciones. Es el hombre,
todo el hombre el que sueña, piensa, quiere u odia. Todo él en su realidad
espacio temporal de carne y hueso. Por eso me parece que hablar de «condición
corporal» como un rasgo constitutivo del ser humano uno supone una
consideración más adecuada que referirse, sin más, al cuerpo, puesto que
siempre parece que estamos nombrando «una» de sus partes. Y esto es justamente
lo que hace GS 14.
Fijémonos en que, acto seguido,
se afirma que los elementos del mundo material se encuentran concentrados en la
condición corporal del ser humano. No me parece desacertado interpretar este
fragmento en la línea de lo que K. Rahner hizo en el grado quinto de su Grundkurs des Glaubens: la cristología
en el marco de
una visión evolutiva del universo. Pues así cabe comprender el hecho de que los
más básicos y fundamentales elementos químicos de la tabla periódica, que
conforman desde el polvo interestelar hasta los más lejanos planetas, sean los
que también constituyen los átomos y moléculas de nuestra condición corporal,
es decir, de nuestro yo, de lo que humanamente somos.
Es una obviedad decir que el
grado de complejidad en la constitución del hombre ha llegado a tal extremo que
difiere infinitamente de la más sencilla organización de otras realidades
inferiores. Sin embargo, es igualmente cierto que la aparición de lo
cualitativamente distinto no es un fruto meramente predecible por la mera suma
o yuxtaposición de las propiedades básicas de los elementos constituyentes. No
es así. La unión de elementos básicos en grado creciente de complejidad hace
surgir una nueva realidad con cualidades propias, singulares y diferentes que
no son meramente derivables de la adición de las características de los elementos
que las componen. Lo cual significa que se puede hablar de una verdadera
«recreación» de los propios elementos básicos cuando, en su nueva y
complejísima configuración, hacen surgir un «novum» —como es el caso del ser humano— en los confines del universo.
Por eso, es cierto y tiene todo su sentido comprender la condición corporal del
ser humano en unión y diferencia con todos «los elementos del mundo material».
Vemos cómo se mantiene la dialéctica de continuidad y discontinuidad sin
necesidad de aislar el cuerpo o de identificar un alma. El Adam de la adamah.
Ahora bien, el texto conciliar da
un paso más: por medio del ser humano los elementos del mundo material
«alcanzan su cima y elevan su voz para la libre alabanza del Creador». El lugar
del hombre en el cosmos es cuantitativamente marginal, pero cualitativamente
capital. Así lo recogíamos en la tesis enunciada al inicio. Y así lo entiende
la tradición cristiana al pensar al hombre dotado de una libertad que es
consustancial a su propia identidad. El hombre es su libertad. Es el fruto de
sus elecciones concretas en el marco temporal de sus posibilidades limitadas.
El ser humano es una libertad finita. Finita, pero libertad. Libertad, pero
finita. Libertad en la que, no obstante, toda la creación alcanza su punto más
alto de realización al intuir la presencia invisible e intangible de Dios en la
tierra y en el cielo. Posibilidad que solo el ser humano tiene entre todo
cuanto existe.
De todo lo antedicho es posible
extraer una consecuencia fundamental: «no le es lícito al hombre despreciar su
vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno
y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y ha de resucitar en el último
día». Creo digno de mención el hecho de que el cristianismo no solo rechaza el
desprecio de lo corporal, sino que propone su bondad originaria y su
honorabilidad. No solo se contenta, pues, con decir que la condición corporal
del hombre no es mala. Dice positivamente que es buena y digna de honra. El
fundamento de tal afirmación es uno y el mismo: en Dios tiene la condición
corporal del hombre su origen y en Dios tiene su fin. En Dios tiene el ser
humano su origen último y en Dios espera la superación de la muerte inevitable.
K. Rahner ha estudiado con acierto
la relación entre espíritu y materia en la comprensión cristiana en un trabajo
en el que se afirmaba algo muy similar: si la teología de la creación sitúa a
todo cuanto existe (creatio ex nihilo)
procediendo radical y absolutamente de la eternidad creadora Dios, habrá que
pensar que, por lo menos en su inicio más remoto, en su origen último, esas
heterogéneas realidades que parecen ser la materia y el espíritu no son, en
último término, irreductiblemente heterogéneas. Ya que, por lo menos en su
origen, proceden ambas del mismo sitio, es decir, del amor gratuito e
incondicional de Dios. Por más que sean diferentes en su curso no serán
irreductiblemente distintos los ríos que manan de un mismo hontanar.
Lo mismo cabe pensar, pues, de la escatología. La
condición corporal del hombre es para el cristianismo buena y digna de honra
puesto que en su consumación se espera su transformación, y no su aniquilación.
No se transforma lo que es deleznable —lo deleznable se desecha— sino lo que es
perfectible. Cuando Pablo habla de la «nueva creación» se refiere a esta
creación que existe ahora, pero trasfigurada por el amor de Dios, del mismo
modo que el amor del amante transfigura el rostro de la amada o el de los
padres esculpe el semblante de los hijos. El cristianismo espera unos cielos
nuevos y una tierra nueva. No la destrucción del cielo y de la tierra, sino la
consumación de esos «elementos del mundo material» que llegan a su cima en la
realidad del ser humano. Y lo espera de un modo radical, es decir: más allá de
la caducidad del tiempo y del imperio de la muerte. Por eso la
esperanza de la resurrección incluye también la condición corporal.
No agotaremos aquí la riqueza de
la GS, 14. Pero permítasenos traer a colación algo muy significativo que dice,
con los términos tradicionales antedichos, respecto del ser humano: «no se
equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas corporales y no se
considera solo una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la
ciudad humana. Pues, en su interioridad, el hombre es superior al universo
entero; retorna a esta profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde
Dios, que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de
Dios, decide sobre su propio destino».
Quiero destacar la mención de la interioridad. Me
parece que tenemos aquí otra de esas sugerentes afirmaciones conciliares que no
se ha explorado con suficiente hondura. Cuanto arriba se ha dicho acerca de la
«condición corporal» encuentra ahora su adecuado equilibrio respecto de lo que
se podría llamar «condición espiritual». La interpretación que hace el Concilio
de la interioridad del hombre puede ser sintetizada en tres afirmaciones
básicas: 1) pone de manifiesto la superioridad del ser humano respecto de todo
cuanto existe. Solo el hombre en la profundidad infinita de su interioridad
excede y sobrepasa el universo entero. 2) Subraya, en la línea de la
antropología bíblica, que el «corazón» del hombre —recuérdese ahora lo dicho
poco ha— es lugar de encuentro con Dios, a saber: es verdadero templo de lo
divino en el cual el hombre discierne lo que ha de hacer y lo que ha de evitar.
Pero atención: 3) el hombre discierne él
mismo ante Dios; discierne con plena y total autonomía. Aquella autonomía
que es intransferible y caracteriza a esas decisiones que singularizan toda
biografía y por las cuales el hombre, ante Dios, «decide sobre su propio
destino».
La interioridad es, pues, un
concepto que nombra una dimensión lo suficientemente rica y amplia como para
servir adecuadamente de vehículo de lo que la tradición tiene que decir de la
singularidad del ser humano. Sin embargo, como ya hemos adelantado, en el
último párrafo el texto conciliar retoma el término clásico que ha cumplido
desde antiguo esa función y, en consecuencia, afirma: «por tanto, al reconocer
en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz
procedente sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el
contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad». La tensión interna
del texto conciliar lo hace oscilar entre el «dualismo conceptual» de los
conceptos clásicos y la visión unitaria y evolutiva que formula. A fin de
evitar el peligro del «dualismo ontológico» —que el texto conciliar no
sostiene, como estamos viendo— y potenciando lo mejor del texto —su desarrollo
de la dialéctica «condición corporal-interioridad»— hay que decir que la
condición espiritual del alma puede ser concebida como aquello que, en el ser
humano apunta más allá de la materia y no se reduce a ella. De igual forma, su
inmortalidad puede ser potenciada como aquello que apunta más allá de la muerte
y no termina con ella.
Si bien es cierto que la
dicotomía «cuerpo y alma» pone de manifiesto un evidente «dualismo conceptual»
y es cierto también que dicho dualismo conceptual no tiene por que implicar
necesariamente el «dualismo ontológico», me parece que tampoco puede negarse el
hecho de que, en nuestro contexto actual, ese dualismo conceptual corre el
riesgo de desdibujar el carácter unitario de la antropología teológica
cristiana y su rechazo inequívoco de la minusvaloración de la «condición
corporal» respecto de la «dimensión espiritual». La GS, 14 lo deja claro, pese
a que, a mi modo de ver, sería mejor aprovechar toda la potencialidad semántica
de los términos «condición corporal» e «interioridad», a fin de ubicar la
constitución del ser humano en una visión evolutiva y unitaria que supere la
anterior concepción estática y dualista.
Advertí al principio de que las
reflexiones que iba a proponer tenían que ser necesariamente escuetas. Dejemos
para mejor ocasión el análisis, la profundización y la crítica de lo aquí
apuntado y recordemos que, en síntesis, mi intención no era otra sino mostrar
que el ser humano es criatura de Dios,
creada a su imagen y semejanza, vinculada estrechamente a la materialidad de la
creación, pero también cualitativamente diferente de ella. Y que, por ello,
su constitución esencial —su ser ante Dios— resulta pensado de forma más
satisfactoria desde una comprensión unitaria que destaca su
multidimensionalidad que no desde una concepción que, quiéralo o no, tiene
siempre connotaciones dicotómicas que nos llevan a problemas teológicos y
morales anacrónicos y —si no se cambian los presupuestos— también insolubles. El
ser humano es un ser único y multidimensional que espera en Dios la
transformación de todo lo creado.
[1] He desarrollado con más
detalle lo que aquí enuncio en P.
Castelao, “El cuerpo y su apertura a lo intangible”, conferencia dictada
en septiembre de 2009 en la reunión de ASINJA. Será próximamente publicada.
[2] La lista de estos
problemas podría alargarse considerablemente. Baste con señalar los siguientes:
1) la infusión del alma en el primer homínido «sapiens sapiens». 2) El origen
primero del alma antes de su unión con el cuerpo y sus consiguientes
posibilidades: a) preexistencia de las almas enviadas por Dios; b)
preexistencia de las almas caídas por el pecado; c) emanacionismo; d)
traducianismo; e) creacionismo. 3) La infusión del alma después de la
concepción: el momento de la «animación». 4) La soteriología como salvación del
alma. 5) La pastoral como cura de almas. 6) El estado intermedio. 7) Las almas
del purgatorio. 8) La perdición definitiva como condenación del alma. Si en la
antigüedad el recurso al dualismo antropológico «cuerpo-alma» sirvió
creativamente como respuesta a los problemas del hombre hoy, por el contrario,
se ha convertido en un sermillero de falsos problemas.
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