A muchos les gustan las antigüedades, y algunos las suelen comprar a precios elevados. Pocos advierten, sin embargo, que las antigüedades más valiosas que tenemos son los ancianos, hombres y mujeres.
Ellos son inapreciables depósitos de vida; viviente archivo de las memorias de una comunidad. Deberían ser reverenciados como se hace en otras culturas, como se hacía antes en la nuestra. Cuando una persona llega a la que se conoce eufemísticamente como “tercera edad” -los 60 años- se le empieza a considerar anacronismo inútil. Pero a los 60 años Dom Pérignon hizo un hallazgo deleitoso: la champaña; y a los 70 Golda Meir fue electa primera ministra de Israel; y a los 80Jessica Tandy ganó un Óscar por su actuación en “Driving Miss Daisy”; y a los 90 escribió Sófocles “Edipo en Colona”, y a los 100 años de edad Araya Ichijiru subió a la cumbre del Monte Fujiyama.
Debemos ir hacia nuestros ancianos, antes de que ellos se vayan de nosotros. Debemos recoger amorosamente sus recuerdos, atesorar sus palabras, pues la sabiduría de nuestros mayores es también una especie en vías de extinción. Tenemos que salvarla del olvido. Ningún anciano hay que no sepa algo que nosotros ignoramos. Ellos son nuestra raíz, y ya se sabe que un árbol que pierde la raíz pierde la vida.
Tengo un amigo que cuando era joven concibió la magnífica ocurrencia de grabar los testimonios de vida de sus abuelos, de sus tías y tíos ancianos, de la gente mayor que conocía. Ahora esas grabaciones, esas voces que llegan del pasado, son un tesoro que reúne a la familia en torno de preciosísimas memorias; un manantial de anécdotas y tradiciones; una valiosa fuente de consejos, y un caudal generoso y entrañables de risas y lágrimas emocionadas. Apreciemos nuestras antigüedades más valiosas: los ancianos...
Fuente: anónimo por correo electrónico
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