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Un pueblo en la montaña: Tzajalchen


Es difícil elegir una historia sobre lo que viví en aquél
pueblo en Chiapas, en medio de la Selva y dentro de la montaña. Lo que sé muy
bien es que aprendí muchas cosas, aprendimos como comunidad más de la vida, de
lo que en toda mi vida en tan poco tiempo pude aprender. En primera, la lección
número uno, que reina allá, de forma libre, es el sentido del tiempo.
El tiempo transcurre lentamente, es tranquilo, es disfrutable.
Allá el tiempo no está peleado como en la ciudad, ahí él no va rápido y no se
esfuma, alcanza para todo. El tiempo de ahí se parece a sus personas, a los
habitantes de Tzajalchen. Es sigiloso, es confidente, es alegre, es duradero.

Las voces de aquellas personas son bajas, como susurros, como secretos que aire
puede llevar y traer, que parecieran que se desmoronan;
sin embargo, en realidad su palabra es muy duradera, es firme y cierta.

La segunda es su caminar, su caminar a pasos largos y
duraderos, subiendo montañas, y de diferente forma al bajar por ellas. Va en
sintonía con el tiempo, con su sabiduría, con su amor en el ser diario. Aquí el
presente se confunde en el tiempo, porque todos los días son hoy, son aquí y ahora.

La tercera es la alegría, que nunca debe faltar, ya que si
falta nos ponemos tristes, y al estar tristes, el espíritu tanto como el cuerpo
decae, se cierra el espacio para los sueños, para el ser que vive y el hacer
que se disfruta. Si falta la alegría, llega la monotonía, el hacer
automatizado, se pierde nuestra capacidad de asombro, y nos sumergimos en lo
gris de la cotidianeidad, volviéndonos incapaces de ver a la realidad es sus
múltiples tonos y colores. Perdemos la conciencia de vivir el instante.

Un sentimiento de lo mágico, en aquella comunidad envuelve
como un abrazo al corazón, momentáneo, y duradero a la vez, y es precisamente
ese compartir, un amar profundo a la vida, al ser, al visitante, al hermano, a la hermana; una generosidad llena de humildad, que a pesar de las condiciones de precariedad en muchas cosas
materiales, son tan abundantes en sonrisas, en abrazos, en sueños, en acciones,
en tomar el valor que tiene la voz propia y la comunitaria, en la palabra, en
el convivir sin miedo con los sentimientos.

Ellos viven la resistencia, en tono a solidaridad, fe, paz,
y alegría; si no lo hicieran así su lucha no valdría la pena, pues
reproducirían lo mismo contra lo que luchan. La sabiduría de ellos, seres
reales, cercanos, llenos de vida y de amor, les da dirección y no les permite
perderse en el camino.

Ellas y ellos, ya han logrado mucho con su forma de vivir y
caminar, y nos han mostrado gustosos su vida, y ellos, a cambio, tomaron
nuestras sonrisas para volverlas más
cercanas. Con mucho sentido, nos volvieron más sensibles. Vivimos otra realidad, otro modo de ver y sentir el mundo, confiamos en nosotros mismos, en el diálogo sencillo y verdadero, en el mirar a
los ojos, escuchar nuestros sueños, en compartir la vida y sentir a la Madre
Tierra viva, hermosa y mágica.

Ése pueblo en la montaña nos regaló experiencias, que sin
duda dejan huella, son transformadoras. Están llenas de esperanza, donde nos
pensamos de nuevo, y pensamos que la vida actual y en dónde vivimos puede ser de otra manera, muy otra: lejos del miedo, de la inseguridad, de la desigualdad y de la injusticia; cercanas al amor, al
apreciar la vida, realizar cosas nuevas… tal vez tienen otra sazón, realmente
agradable que no hemos sido capaces de ver y probar; nos invita a darle un mejor
sentido a nuestra existencia. 

Así ellos, como nosotros buscamos paz, buscamos justicia, una vida digna para todos y en ésa búsqueda, apreciamos la libertad y el caminar con el corazón siempre presente.


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