“Hoy busco reconocimiento por
reconocer que necesito reconocimiento”
LalovixInsaciable
No te voy a llamar la atención por qué estés
haciendo algo incorrecto. Allá tú y tu conciencia. Tú sabrás cómo y por qué
haces las cosas. Tienes tu historia y tus justificaciones. Mientras no hagas
daño a nadie, haz lo que te reporte placer. No te voy a llamar la atención
porque estés haciendo algo inapropiado, es decir, fuera de tiempo y lugar. Más bien intentaré contarte como mi conciencia y yo hemos tenido un diálogo, y lo
que ha resultado de ese diálogo. Te narraré porque sentimos, creemos y pensamos
(somos muchos: mi conciencia más auténtica y profunda, mi yo de las rutinas,
las máscaras y la opacidad consciente… somos
legión) que hemos hecho lo que hemos hecho en cuanto a llamar la atención
de los otros, de los de adentro, de los de afuera, de los vivientes de nuestra
especie.[1]
Comenzaré planteando que filósofos (Kant, Arendt, Levinas,
Heidegger), sociólogos (Castoriadis, Bourdieau, Todorov) y psicólogos (Jung,
Maslow, Frank) coinciden en que el ser humano desea sentirse reconocido
(respetado y admirado); el ser humano necesita sentirse parte de una comunidad
(sentido de pertenencia) para su auto-realización. De modo que el ser humano
busca la identificación, la empatía y la comprensión. Una forma de hacer esto
es llamar la atención. Pero ¿cómo llamamos la atención para sentirnos
reconocidos?
Las estrategias para llamar la atención buscando el
reconocimiento de los otros pueden ser tantas y tan variadas como las personas
que hay en el mundo. Este es un ensayo autobiográfico en el que relato algunos
de los hitos de mi historia con sus respectivas justificaciones racionales[2].
Si bien es cierto que que mis formas de llamar la atención no han afectado a nadie, también es cierto que mis
actitudes y acciones hayan podido influir en unos cuantos que hoy no quisieran
encontrarse conmigo.
Me voy a
divertir contándote mi historia (por que re-cordar
es volver a pasar por el corazón) y saborearé, con sentimiento y fruición, cada
episodio (hasta el ponerme de pechito)-,
Encuentro que mi diálogo interno ha sido, es y será, a la vez, formal e
informal, trágico y cómico, profundo y superficial, democrático y monárquico,
certeza y duda, hojas secas al viento y raíces húmedas.
No me considero una persona normal[3]. Las
personas tienen experiencias con uno y juzgan desde lo vivido. Quizá para
algunos mi existencia es más pantalla que verdad, más tiniebla que tierra. Para
otros quizá sea alguien auténtico, a pesar de mi in-consistencia identitaria. Quizá
mi amigo David, Rey de Israel, tenga razón al caracterizarme como
“un-caime-bien-cualquiera”. En cualquier caso, esto es lo que hay.
Fui el primer hijo de mis padres y el nieto mayor en
mi familia materna. Me dicen que mis tías se peleaban por cargarme, tenerme,
cuidarme. Allí empezó mi historia, la de un niño de brazos que tuvo toda la
atención y de pronto sintió que la perdía gradualmente conforme fueron naciendo
sus hermanos y sus primos.
Apenas once meses después de haber visto la luz,
vino al mundo mi hermano. Fueron tiempos difíciles. Mi madre – como todas las
madres del mundo que tienen hijos escalonaditos – batallaría para repartir su
cariño y su ternura en dos niños sedientos de afecto. La vida misma, pues, me
puso a competir con mi hermano por la atención y el amor de mi madre. Más
adelante, sería mi padre quien –de manera inconsciente- nos hiciera competir para ganarnos su
reconocimiento, su valoración, su afecto.
Recuerdo especialmente una de las tantas ocasiones
en que fuimos a unos terrenos de la sierra (herencia de mi abuelo); después de
una breve caminata con mi padre y mi hermano, descansamos un momento bajo la
sombra de un enorme pino. De pronto mi padre gritó: “A ver quien llega primero hasta arriba, hasta la copa” y contó: una, dos, tres… Entonces mi hermano y yo
nos convertimos en auténticos simios que trepaban a gran velocidad aquella
inmensa conífera. Subimos tal vez doce o quince metros y llegamos al mismo
tiempo a la meta. Recuerdo estar tambaleándonos en la copa del pino, sintiendo
el viento de la sierra en la cara, jadeantes. Habíamos empatado y todavía no
recuperábamos el aliento cuando mi padre gritó: “A ver quien llega primero hasta abajo”, una, dos tres...
No sé como lo hicimos, pero recuerdo la sensación de estar suspendidos en
el aire, como ardillas voladoras; y dando saltos de rama en rama, como
monos-araña. Ese ha sido, sin lugar a dudas, el descenso más rápido de mi vida.[4] Lo
hicimos sin miedo, raspándonos los codos, los brazos (dejando la piel), las
piernas. La recompensa bien lo valía: el reconocimiento de nuestro padre. Por
estas y otras pruebas o competencias -a las que mi padre nos sometía- es que
desarrollamos prematuramente el arte de saltar y/o descolgarnos de azoteas o
segundos pisos, habilidades que no compartían ni aplaudían los profesores en la
escuela y mucho menos los padres de familia de nuestros compañeros de salón y
de juegos extra-académicos.
En realidad, a mi hermano y a mí, las acrobacias
siempre nos llamaron la atención. No bastaba con saber trepar árboles, correr
por bardas angostas y saltar de azotea
en azotea.[5]
No. Era necesario ponerle más adrenalina a nuestra primera juventud. Entonces,
alguna vez, en temporada de lluvias, se le ocurrió a alguien (no recuerdo si a
un primo de los Anaya o a un amigo de mi hermano) que podría ser divertido saltar
del puente más grande y antiguo de mi pueblo al caudaloso río.
Entre los 11 y los 13 años fuimos “invitados” por mi
madre a practicar Tae kwon do. Ahora
pienso que ella quería disciplinarnos de algún modo, porque éramos un par de
cabroncitos. En ese contexto de las artes marciales coreanas, nos vino muy bien
la agilidad desarrollada en los árboles, en las bardas, en los juegos (mención
especial merece el juego de policías y ladrones) con los amigos y los primos.
Si a eso le agregamos el boom de las artes marciales de los años ochenta y
noventa, comprenderás porqué me
encantaba hacer la patada de helicóptero para noquear al contrario –y alguna
vez lo hice en un torneo nacional, pero, a diferencia de Van Damme (máximo
exponente de la patada antedicha) que caía de pie, yo caí de costalazo-.
Afortunadamente gané la pelea, aunque me costó un poco recuperarme tras la
sofocada.
La habilidad para pararme de manos – una de mis
especialidades para llamar la atención – se la debo a mis dos maestros de Tae Kwon do. Hasta la fecha (38 abriles),
cuando hace un buen día, hay pasto seco y un público ávido de novedades,
aprovecho para dar una pequeña función de parado y caminado de manos. Esto es
algo que disfruto especialmente cuando hay niños, quienes pronto quieren
imitarme y, entonces, al ganar la atención del público, comienzo la sesión
informal de parado de manos. La primera prueba es: “A ver quién dura más sin bajar los pies al suelo.. uno, dos, tres…”
Si hay entre los niños alguno avezado en el arte de pararse de manos, entonces
saco de la manga el reto extremo (el triunfo seguro que me hará el centro de
atención): “A ver quien camina más lejos
parado de manos”. Me luzco y me impongo ante niños y grandes. En efecto,
hasta el día de hoy nadie me ha ganado en esta prueba. Claro está que no soy
amigo de gimnastas profesionales ni de niños prodigio, mucho menos de
adolescentes atléticos y que sepan balancear su cuerpo.
La posibilidad de tocar piano (talento
llama-atención por excelencia) también se la debo a mi madre. Me pregunto si
consultaría a mi papá para hacernos la proposición de ir a clases de piano o de
algún otro instrumento. O si fue ella misma la que discurrió que las artes
marciales no nos estaban ayudando precisamente a canalizar y atemperar nuestras
energías preadolescentes. El punto es que la tía Conchita fue la encargada de
enseñarnos piano, lo poco o lo mucho que sabemos. Recuerdo que no era mi
pasión, - porque me sentía forzado a ir a las clases – como al principio en el Tae Kwon Do. Pero con el tiempo fui
encontrando el gusto, que digo el gusto, la maña. La verdad es que nunca
aprendí a leer bien las notas. Dios me dio una gran capacidad de retención y un
oído musical así que cuando tocaba el recital del ciclo anual, me esforzaba y
era capaz de memorizar tres o cuatro piezas completas. Seguramente mi tía lo
notaba, pero prefería no meterse en líos, sabiendo que había tantos otros
alumnos que preparar para la esperada fecha.
Reconozco que gracias a la perseverancia de mi madre
para que fuéramos a las clases de piano, me vino más tarde el gusto por cantar
y la facilidad para aprender a tocar la guitarra. Ciertamente, tocar piano,
estimula la digitación y facilita tremendamente el aprendizaje de los
instrumentos de cuerdas. Además, la clase de mecanografía complementaba
perfectamente el desarrollo de la habilidad que hoy aprovecho, agradezco y
gozo. La armónica, por su parte, fue el simple resultado del desarrollo del
oído musical, una de las principales herencias genético-lúdicas de mi familia
paterna. Así las cosas, me gustaba y me gusta llamar la atención tocando algún
instrumento, cantando y bailando.[6]
En la secundaria, mi padre nos dio la posibilidad de
disfrutar del motociclismo. Se nos confió una clásica Vespa Piaggio, motoneta urbana -con pedales incluidos-, misma que
fue repetidamente utilizada por mi hermano y nuestros amigos como motocicleta
de salto. La suspensión no era precisamente la más apropiada, lo que derivó en
varias caídas “innecesarias”. Pero nuestra emoción y el deseo de sentir la
adrenalina en nuestra sangre podía más que los golpes o las reiteradas y obligadas
enderezadas del manubrio, y la diversión continuó –quizá por dos o tres
semanas- hasta que la moto no pudo más.[7]
Fue ya en la preparatoria cuando las hormonas mueven
los afectos y cuando las envidias de mis coetáneos por mi capacidad de atraer a
ciertas estudiantes, me acarreó dificultades mejor conocidas como peleas callejeras. No puedo negar la
ventaja contundente que me dio la experiencia de ser taekwondoin para afrontar las tales peleas. Nunca agradeceré
suficientemente a mis padres esa posibilidad que me dieron para poder defenderme
si la ocasión así lo ameritaba. El único inconveniente es que cuando tienes
entre 15 y 18 años y te sabes defender, a los más grandecitos, hasta cuatro o
cinco años mayores que tú, les brota un bonito deseo de enfrentarte y
madrearte. Y bueno, aquí me tienen. No soy Nico, ni Rambo, ni Van Damme, pero,
a pesar de los pesares, salí avante.
Del tiempo del bachillerato recuerdo una noche en
especial. Aquella en que se me antojó montar el toro mecánico mientras tomaba
cerveza en el biberón de un becerro. Era un concurso atractivo y yo tenía mucho
que dar. Después de ver a dos participantes fracasar, subí a la bestia acéfala
de metal con plástico. Si no lograba la faena completa, al menos habría tomado
una caguama gratis. Me tomé el biberón y comenzaron las vueltas. Aguanté hasta
el final, pero, justo antes de desmontar, en la última vuelta, regresó toda la
cerveza que entró y tal como los anteriores participantes, me convertí en una
fuente que compartía sus tibias aguas a la gente que estaba alrededor. Recuerdo
esta noche porque después de mi “hazaña”, vino la sed de conquista, el flirteo,
las acrobacias en la pista (incluido el parado de manos) y el esperado y bien
ponderado éxito con las mujeres.
Todo iba muy bien hasta que decidí salir del lugar y
afuera me agredió un tipo que estaba igual o más alcoholizado que yo. La
sorpresa de su agresión, la ausencia de guardias de seguridad, de sus amigos y
de los míos, el calor de las copas, pero sobre todo, su primer golpe (qué evadí
con la agilidad que entonces me caracterizaba, siendo apenas un rozón), se
conjuntaron para que yo experimentara una explosión de adrenalina y comenzara
la función de “vale todo”.
El round (primero y último) no duró mucho, quizá 20
o 30 segundos, solo lo suficiente para que conectara una patada frontal que
rompiera la nariz del agresor y lo paralizara por un rato. Después de esto,
amigos del agresor llegaron a auxiliarlo mientras otros testigos me dijeron,
vente, vente, métete. Ya estando en la discoteca fui informado: “Ese que golpeaste,
al que le rompiste la nariz, es el líder de una banda, tiene al menos cinco
años más que tú, y te está esperando en el estacionamiento con sus secuaces con
bats y cadenas. ¡No salgas!”. Y así, de manera inteligente, ya sin pareja de
baile, pero acompañado de dos o tres amigos del alma, conservé la calma y no
caí ante aquella vulgar provocación de los pandilleros en cuestión. Mis amigos
orquestaron el plan fuga y salí como Batman de su guarida, sin que nadie se
diera cuenta. De este episodio tan breve y singular llegó mi fama de ser bueno
para pelear y una extraña confianza en mí mismo, que me ponía al límite.[8]
En la universidad, durante una semana deportiva
anual decidí aceptar la invitación de subirme a boxear al ring. Participé en
dos peleas. En una me fue bien, tenía ventaja por mi estatura y mi brazo largo.
Pero en la segunda pelea – la posibilidad de pasar a la ronda final -, las
cosas no fueron nada bien. Experimenté la terrible experiencia de no poder
patear al oponente de turno. Y es que, para uno que aprendió más a usar las
piernas que las manos, la tentación de usarlas es tremenda. Así que durante los
primeros rounds llamé la atención brincando como chapulín, como queriendo
patear pero sin culminar los movimientos, sin poder patear como me gustaba,
para no ser descalificado.
Todavía recuerdo al méndigo chaparrito de nombre
árabe, un robusto hombre-refrigerador que por poquito me noquea. El desgraciado
tenía una resistencia de burro. No se cansaba de recibir mis golpes y, -lo peor
para mí- tampoco de compartirme los suyos. No olvidaré aquella generosidad suya
al dejarme terminar de pie los últimos dos rounds en que mi cuerpo no podía
más. Aquella pelea, se resolvió por decisión unánime.
En el último lustro he sido un fiel usuario de la
red social Facebook, que ha resultado
ser casi adictiva para mí, al punto de que he sido bautizado por algunos como
“El publiquín”. Este mote, lejos de desanimarme en mi labor informativa,
evangélica y formativa, me ha estimulado, para construir mi personalidad
virtual, una que intenta poner al alcance de los amigos y followers contenidos sobre desarrollo humano y crecimiento
espiritual.
Hasta este momento te he contado sobre distintas maneras
de llamar la atención que desarrollé en ciertas etapas de mi vida (digamos
cronológicamente). Ahora quiero hacer mención de algunas maneras de buscar
reconocimiento que se han mantenido presentes durante gran parte de mi vida y
hasta el día de hoy:
1.-
Participar mucho en clases: para ser del cuadro de honor, hay que hablar, hay
que poner atención en clases y responder a las preguntas estratégicas. Me
siento consolidado en eso. Desarrollé ya en la etapa más reciente de mi
formación en Filosofía, el gusto por “tirar canicas” en medio del salón, es
decir, el afán por problematizar alguna cuestión, para provocar confusión en
los compañeros, sorpresa en el catedrático de turno o, al menos un acalorado
debate entre los presentes en el aula.
2.-
Estornudar fuerte, desde lo más profundo, para sentirme vivo y para que los
demás sepan que existo. Lamento tanto que muchas personas no puedan estornudar
desde el alma, y que su estornudo sea menos que ruidoso que una tronada de
dedos. Los siento como compungidos, como reprimidos.
3.-
Vestir con colores fuertes y llamativos como el anaranjado, el rojo, el verde
el rosa mexicano y el amarillo. Usar algunos de estos colores es un acto de
resistencia en una sociedad tradicionalista.
4.-
Escribir ensayos largos. No podría dejar de reconocer que, escribir más de lo
necesario para decir algo, se ha convertido en una estrategia para llamar la
atención. Esto lo aprendí de filósofos como Heidegger[9] y Zubiri,
que pueden escribir diez cuartillas para expresar lo que puede decirse en una o
dos cuartillas. En esto último, te pido una disculpa, curioso lector.
No sé si capté tu atención de modo absoluto, pero si
has leído hasta este punto te habrás dado cuenta de que no escribí este ensayo sólo
para llamar tu atención, sino que también fue un ejercicio de recuperación de
mi historia, de valoración de mis seres queridos y de agradecimiento por el
viaje realizado hasta ahora. Si tienes que elegir entre desarrollar destrezas
para llamar la atención[10] y
la capacidad agradecer todo lo recibido, no lo pienses dos veces. Llama la
atención… agradeciendo!
¿Me darás reconocimiento al final de este ensayo? ¿Me verás como un adolescente tardío (o
chavo-ruco) queriendo ser el centro de atención?
Esta fue parte de mi vida, con su imprescindible
búsqueda de reconocimiento, con sus respectivas justificaciones. Tú tienes tu
historia y tus justificaciones. Mientras no hagas daño a nadie, haz lo que te
reporte placer. Tú sabrás cómo y por qué haces las cosas. ¿Valoraste mis
confidencias? ¿Cuál es tu percepción?
Para concluir esta conversación entre mi conciencia,
mi apariencia y tú percepción, quiero dejarte con unas interrogantes:
¿Acaso a ti no te gusta llamar la atención? ¿Te has
puesto a pensar cuáles son las formas en que buscas el aprecio, la valoración,
el reconocimiento de los demás?
Y así resurge ante mí, ante ti, ante nosotros, aquellas
voces de la sabiduría que nos confrontan, que nos interpelan:
“No
hay nada nuevo bajo el sol” y “Vanidad de vanidades. Todo es vanidad”.
PD:
Te dejo con el encabezado y las primeras dos líneas de mi siguiente obra
literaria:
ENSAYO SOBRE LOS PLACERES
CORPORALES O SOBRE LOS DIFERENTES
ORGASMOS
En el imaginario masculino mexicano hay tres
actividades que reportan el mayor placer al cuerpo de un hombre. Se refieren a esta terna como las tres “C” que
consisten en…
[1] Por el momento, no se me ha
ocurrido que un ser humano viva para llamar la atención de miembros del mundo
animal, a menos que sea zoólogo, veterinario, cazador o fotógrafo de
naturaleza, o las personas que gustan de dar de comer a los peces en las charcas
y a las aves en las plazas.
[2] Encantado estaría de poder
terminar de distinguir lo racional de lo emotivo. A riesgo de decepcionarte, mi
amable lector, te confieso que soy de los que piensan que toda actividad
racional (pensamiento, juicio, análisis, raciocinio, reflexión, comparación,
síntesis, etcétera) está pletórico de emociones y afectos, y que toda emoción,
pasión, deseo o ilusión están permeadas, por no decir, inundadas de
racionalidad, juicio, análisis, síntesis, reflexión, etcétera). En resumen te
comparto que, dada mi experiencia vital, no creo en la tradicional disección (o
dicotomía) entre pensamiento y sentimiento. La cuestión es mucho más compleja
de lo que puedo expresar y, de hecho, ya ha sido tratada por algunos filósofos,
antropólogos y psicólogos que no acaban de ponerse de acuerdo. Cuando tenga tiempo, ya te llamaré la
atención con mi análisis de la ratio-sensibilidad en un ensayo razonable y
pasional sobre lo afectivo-racional.
[3] ¿Es que hay personas normales?
¿Quién o qué define la normalidad?
[4] El descenso más rápido que tuve
antes de cumplir 15 años. Después vendrían los descensos en caída libre: los
saltos del puente al río, de las rocas de la cascada al río, de la azotea al
pasto… y claro, cuando me atropellaron y volé más de 5 metros.
[5] Lamento profundamente que el
Parkour se haya difundido en mi México hasta pasado el año dosmil, cuando ya contábamos
con más de 25 abriles. Me parece que no
miento al afirmar que mi hermano Migue, mi primo Beto y un servidor hubiéramos
sido dignos representantes del parkourismo internacional si la dicha disciplina
hubiese estado presente en los noventa.
[6] Mi hermana Ana y algunas amigas
pueden dar cuenta de mi desempeño como bailador de quebradita y otros ritmos
norteños.
[7] La moto tipo Cross Country la llevó
mi padre años después, cuando íbamos en la prepa, pero ya éramos más serios y
no quisimos destrozar la moto que sí servía para saltar.
[8] De aquél pleito hubo algunas secuelas,
una que recuerdo es aquella ocasión en que nos encontramos en una taquería con
el susodicho agresor y sus amigos. Entonces tuve que hacer gala de toda mi
destreza porque los dos amigos que me acompañaban no metieron las manos y me
tuve que hacer cargo del ofendido y dos de sus amigos.
[9] Lo digo por “Ser y tiempo”
[10] Habilidades, destrezas y
competencias como trepar árboles, saltar en moto, jinetear un torete, saltar un auto...
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