Pedro Castelao
Universidad Pontificia Comillas
1. El punto
de partida
En nuestro imaginario colectivo
el cristianismo es culpable de la enemistad multisecular entre el cuerpo y el
alma. Ésta ha de ser pura, limpia, sobria y evitará en todo momento las malas
compañías que siempre van con aquel: el placer, la voluptuosidad, los apetitos,
los impulsos, etc. Que esta imagen responda a la realidad es otro cantar, pero
que todavía sigue vigente, si bien de forma difusa, me parece indudable. En
este sentido creo que pensar al hombre, en la teología cristiana, desde esta
contraposición «cuerpo-alma» como punto de partida es francamente problemático.
En breve se verá por qué.


2. Lo
esencial de la tradición




En síntesis podríamos decir que,
en el AT, el ser humano está habitado por un principio vital que alienta en su
interior, está conformado corporalmente con huesos, músculos y tendones que
sufren el paso del tiempo. Es un ser que respira cadenciosa o aceleradamente,
pero discierne el bien y el mal, conoce la verdad y la mentira y realiza toda
su vida ante Dios. Su constitución biopsíquica hace de él una realidad una e
inescindible, pero su capacidad de trascendencia lo llevan más allá de sí mismo
y de todo cuanto le rodea. El hombre vive, corre, respira, piensa y obra ante
Dios. Es capaz de Dios, porque Dios ha sido capaz de él.





Sea como fuere me parece que,
después de todo lo dicho, se hace evidente que la contraposición «cuerpo-alma»
no hace justicia a la riqueza de la antropología bíblica y, aunque haya tenido
su justificación en la historia del pensamiento occidental, no puede ser
confundida con lo esencial que siempre se ha querido mantener. Lo esencial de la tradición cristiana es, a
mi modo de ver, esto: la dialéctica constitutiva de la criatura singular, que
es el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios. Un ser humano creado, como
creados han sido el cielo y la tierra y todo cuanto contienen. Pero creado a
imagen y semejanza de Dios, a diferencia de todo cuanto existe. A saber, pues:
la dialéctica entre su vinculación con toda la creación material y su radical
diferencia respecto de ella.



Siendo la intención buena, y
reconociendo que ha habido momentos en la historia del cristianismo donde esta
dualidad ha vehiculado adecuadamente la dialéctica esencial del ser humano,
tampoco me parece honrado ignorar que se ha pagado un altísimo precio al
mantener hasta hoy estos mismos conceptos. Como si no fuese posible una
consideración teológica del hombre más allá de su configuración teológica
premoderna. Hay que reconocer que en la mentalidad más tradicional el cuerpo
fue pensado y vivido como sede y refugio de la tentación, el pecado y la maldad. Por el
contrario, el alma era el signo de la pureza, el bien y la divinidad. La
divinización era, pues, la mortificación del cuerpo y la huida de la materialidad. Una
concepción antropológica y soteriológica que, en la objetividad de sus
consecuencias es, sin duda, más gnóstica que cristiana.

3. El reto
de la antropología teológica actual

El hecho de que en el inicio de
este texto se sigan manteniendo los términos tradicionales de «cuerpo» y «alma»
para dar razón de la condición humana («Corpore
et anima unus» dice el texto latino) muestra, por un lado, el lógico peso
de la tradición —con la cual el Concilio se muestra en continuidad— pero, por
otro, a mi modo de ver, un cierto peligro de dualismo intrínsecamente adherido
a la objetividad de los términos. Dualismo, dicho sea de paso, extraño al
desarrollo del texto conciliar, pero inevitable —como peligro— en cuanto concomitante
a la dicotomía «corpore et anima».
En efecto, si se dice que el
hombre es «corpore et anima unus», la
afirmación de esa unidad aparece en difícil tensión con la afirmación de la dualidad. Reitero
que la tensión dialéctica aquí señala de ningún modo puede ser negada. Antes
bien, debe ser mantenida, pero —a mi modo de ver— en este caso concreto y con
esos términos concretos de la dualidad, me parece necesario reconocer que,
quiérase o no, —es decir, fijándose en la objetividad de los términos— «cuerpo»
y «alma» arrostran una fuerte connotación semántica que los puede hacer
concebir como realidades ónticas constituidas en sí mismas y por separado. Es
decir, aunque se intente matizar lo contrario, se corre el peligro de que parezcan entidades distintas, heterogéneas,
subsistentes y, por lo tanto, contrarias.
Afortunadamente el peligro no
tiene por qué hacerse realidad y lo cierto es que, más allá de estos detalles,
la totalidad del texto de GS 14, y sobre todo su impulso de fondo, no puede ser
más alentador. Que GS 14 hable de «condición corporal», luego de establecer la
tesis dialéctica de la unidad y la dualidad mencionada, me parece que no es solo
un recurso retórico, sino que, si ésta expresión se potencia adecuadamente,
puede servirnos para superar una concepción sustancial del cuerpo que tienda a
aislarlo del todo de la realidad del ser humano. La explicación es sencilla: de
nuestros recuerdos, sentimientos, intuiciones y ensoñaciones no podemos decir
que sean cuerpo, porque justamente se caracterizan por su inmaterialidad. Ahora
bien, ¿podríamos decir igualmente que no tienen una determinada «condición
corporal»? Habida cuenta del profundo carácter psicosomático de todo fenómeno
humano es evidente que la condición corporal del hombre es característica
última y primera de sus más sutiles y etéreas especulaciones. Es el hombre,
todo el hombre el que sueña, piensa, quiere u odia. Todo él en su realidad
espacio temporal de carne y hueso. Por eso me parece que hablar de «condición
corporal» como un rasgo constitutivo del ser humano uno supone una
consideración más adecuada que referirse, sin más, al cuerpo, puesto que
siempre parece que estamos nombrando «una» de sus partes. Y esto es justamente
lo que hace GS 14.
Fijémonos en que, acto seguido,
se afirma que los elementos del mundo material se encuentran concentrados en la
condición corporal del ser humano. No me parece desacertado interpretar este
fragmento en la línea de lo que K. Rahner hizo en el grado quinto de su Grundkurs des Glaubens: la cristología
en el marco de
una visión evolutiva del universo. Pues así cabe comprender el hecho de que los
más básicos y fundamentales elementos químicos de la tabla periódica, que
conforman desde el polvo interestelar hasta los más lejanos planetas, sean los
que también constituyen los átomos y moléculas de nuestra condición corporal,
es decir, de nuestro yo, de lo que humanamente somos.
Es una obviedad decir que el
grado de complejidad en la constitución del hombre ha llegado a tal extremo que
difiere infinitamente de la más sencilla organización de otras realidades
inferiores. Sin embargo, es igualmente cierto que la aparición de lo
cualitativamente distinto no es un fruto meramente predecible por la mera suma
o yuxtaposición de las propiedades básicas de los elementos constituyentes. No
es así. La unión de elementos básicos en grado creciente de complejidad hace
surgir una nueva realidad con cualidades propias, singulares y diferentes que
no son meramente derivables de la adición de las características de los elementos
que las componen. Lo cual significa que se puede hablar de una verdadera
«recreación» de los propios elementos básicos cuando, en su nueva y
complejísima configuración, hacen surgir un «novum» —como es el caso del ser humano— en los confines del universo.
Por eso, es cierto y tiene todo su sentido comprender la condición corporal del
ser humano en unión y diferencia con todos «los elementos del mundo material».
Vemos cómo se mantiene la dialéctica de continuidad y discontinuidad sin
necesidad de aislar el cuerpo o de identificar un alma. El Adam de la adamah.
Ahora bien, el texto conciliar da
un paso más: por medio del ser humano los elementos del mundo material
«alcanzan su cima y elevan su voz para la libre alabanza del Creador». El lugar
del hombre en el cosmos es cuantitativamente marginal, pero cualitativamente
capital. Así lo recogíamos en la tesis enunciada al inicio. Y así lo entiende
la tradición cristiana al pensar al hombre dotado de una libertad que es
consustancial a su propia identidad. El hombre es su libertad. Es el fruto de
sus elecciones concretas en el marco temporal de sus posibilidades limitadas.
El ser humano es una libertad finita. Finita, pero libertad. Libertad, pero
finita. Libertad en la que, no obstante, toda la creación alcanza su punto más
alto de realización al intuir la presencia invisible e intangible de Dios en la
tierra y en el cielo. Posibilidad que solo el ser humano tiene entre todo
cuanto existe.
De todo lo antedicho es posible
extraer una consecuencia fundamental: «no le es lícito al hombre despreciar su
vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno
y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y ha de resucitar en el último
día». Creo digno de mención el hecho de que el cristianismo no solo rechaza el
desprecio de lo corporal, sino que propone su bondad originaria y su
honorabilidad. No solo se contenta, pues, con decir que la condición corporal
del hombre no es mala. Dice positivamente que es buena y digna de honra. El
fundamento de tal afirmación es uno y el mismo: en Dios tiene la condición
corporal del hombre su origen y en Dios tiene su fin. En Dios tiene el ser
humano su origen último y en Dios espera la superación de la muerte inevitable.
K. Rahner ha estudiado con acierto
la relación entre espíritu y materia en la comprensión cristiana en un trabajo
en el que se afirmaba algo muy similar: si la teología de la creación sitúa a
todo cuanto existe (creatio ex nihilo)
procediendo radical y absolutamente de la eternidad creadora Dios, habrá que
pensar que, por lo menos en su inicio más remoto, en su origen último, esas
heterogéneas realidades que parecen ser la materia y el espíritu no son, en
último término, irreductiblemente heterogéneas. Ya que, por lo menos en su
origen, proceden ambas del mismo sitio, es decir, del amor gratuito e
incondicional de Dios. Por más que sean diferentes en su curso no serán
irreductiblemente distintos los ríos que manan de un mismo hontanar.

No agotaremos aquí la riqueza de
la GS, 14. Pero permítasenos traer a colación algo muy significativo que dice,
con los términos tradicionales antedichos, respecto del ser humano: «no se
equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas corporales y no se
considera solo una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la
ciudad humana. Pues, en su interioridad, el hombre es superior al universo
entero; retorna a esta profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde
Dios, que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de
Dios, decide sobre su propio destino».
Quiero destacar la mención de la interioridad. Me
parece que tenemos aquí otra de esas sugerentes afirmaciones conciliares que no
se ha explorado con suficiente hondura. Cuanto arriba se ha dicho acerca de la
«condición corporal» encuentra ahora su adecuado equilibrio respecto de lo que
se podría llamar «condición espiritual». La interpretación que hace el Concilio
de la interioridad del hombre puede ser sintetizada en tres afirmaciones
básicas: 1) pone de manifiesto la superioridad del ser humano respecto de todo
cuanto existe. Solo el hombre en la profundidad infinita de su interioridad
excede y sobrepasa el universo entero. 2) Subraya, en la línea de la
antropología bíblica, que el «corazón» del hombre —recuérdese ahora lo dicho
poco ha— es lugar de encuentro con Dios, a saber: es verdadero templo de lo
divino en el cual el hombre discierne lo que ha de hacer y lo que ha de evitar.
Pero atención: 3) el hombre discierne él
mismo ante Dios; discierne con plena y total autonomía. Aquella autonomía
que es intransferible y caracteriza a esas decisiones que singularizan toda
biografía y por las cuales el hombre, ante Dios, «decide sobre su propio
destino».
La interioridad es, pues, un
concepto que nombra una dimensión lo suficientemente rica y amplia como para
servir adecuadamente de vehículo de lo que la tradición tiene que decir de la
singularidad del ser humano. Sin embargo, como ya hemos adelantado, en el
último párrafo el texto conciliar retoma el término clásico que ha cumplido
desde antiguo esa función y, en consecuencia, afirma: «por tanto, al reconocer
en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz
procedente sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el
contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad». La tensión interna
del texto conciliar lo hace oscilar entre el «dualismo conceptual» de los
conceptos clásicos y la visión unitaria y evolutiva que formula. A fin de
evitar el peligro del «dualismo ontológico» —que el texto conciliar no
sostiene, como estamos viendo— y potenciando lo mejor del texto —su desarrollo
de la dialéctica «condición corporal-interioridad»— hay que decir que la
condición espiritual del alma puede ser concebida como aquello que, en el ser
humano apunta más allá de la materia y no se reduce a ella. De igual forma, su
inmortalidad puede ser potenciada como aquello que apunta más allá de la muerte
y no termina con ella.
Si bien es cierto que la
dicotomía «cuerpo y alma» pone de manifiesto un evidente «dualismo conceptual»
y es cierto también que dicho dualismo conceptual no tiene por que implicar
necesariamente el «dualismo ontológico», me parece que tampoco puede negarse el
hecho de que, en nuestro contexto actual, ese dualismo conceptual corre el
riesgo de desdibujar el carácter unitario de la antropología teológica
cristiana y su rechazo inequívoco de la minusvaloración de la «condición
corporal» respecto de la «dimensión espiritual». La GS, 14 lo deja claro, pese
a que, a mi modo de ver, sería mejor aprovechar toda la potencialidad semántica
de los términos «condición corporal» e «interioridad», a fin de ubicar la
constitución del ser humano en una visión evolutiva y unitaria que supere la
anterior concepción estática y dualista.
Advertí al principio de que las
reflexiones que iba a proponer tenían que ser necesariamente escuetas. Dejemos
para mejor ocasión el análisis, la profundización y la crítica de lo aquí
apuntado y recordemos que, en síntesis, mi intención no era otra sino mostrar
que el ser humano es criatura de Dios,
creada a su imagen y semejanza, vinculada estrechamente a la materialidad de la
creación, pero también cualitativamente diferente de ella. Y que, por ello,
su constitución esencial —su ser ante Dios— resulta pensado de forma más
satisfactoria desde una comprensión unitaria que destaca su
multidimensionalidad que no desde una concepción que, quiéralo o no, tiene
siempre connotaciones dicotómicas que nos llevan a problemas teológicos y
morales anacrónicos y —si no se cambian los presupuestos— también insolubles. El
ser humano es un ser único y multidimensional que espera en Dios la
transformación de todo lo creado.
[1] He desarrollado con más
detalle lo que aquí enuncio en P.
Castelao, “El cuerpo y su apertura a lo intangible”, conferencia dictada
en septiembre de 2009 en la reunión de ASINJA. Será próximamente publicada.
[2] La lista de estos
problemas podría alargarse considerablemente. Baste con señalar los siguientes:
1) la infusión del alma en el primer homínido «sapiens sapiens». 2) El origen
primero del alma antes de su unión con el cuerpo y sus consiguientes
posibilidades: a) preexistencia de las almas enviadas por Dios; b)
preexistencia de las almas caídas por el pecado; c) emanacionismo; d)
traducianismo; e) creacionismo. 3) La infusión del alma después de la
concepción: el momento de la «animación». 4) La soteriología como salvación del
alma. 5) La pastoral como cura de almas. 6) El estado intermedio. 7) Las almas
del purgatorio. 8) La perdición definitiva como condenación del alma. Si en la
antigüedad el recurso al dualismo antropológico «cuerpo-alma» sirvió
creativamente como respuesta a los problemas del hombre hoy, por el contrario,
se ha convertido en un sermillero de falsos problemas.
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