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JUSTICIA SOCIAL CRISTIANA.

Fragmentos del libro "En busca de Espiritualidad" de R. Rolheiser

La justicia social se encarga de examinar el sistema (político, económico, social, cultural, religioso y mítico) dentro del que vivimos, a fin de poder identificar aquellos factores estructurales que hacen que algunos entre nosotros debamos sufrir sus consecuencias mientras otros, sin justificación alguna, parecen atravesar la vida sin sufrir mayores inconvenientes.
La justicia social tiene que ver con cuestiones tales como la pobreza, la desigualdad, la guerra, el racismo, el sexismo, el aborto o la falta de conciencia ecológica, porque por debajo de cada uno de estos males hay una causa que no es tanto el pecado privado de algún individuo o el comportamiento inadecuado de un responsable sino la consecuencia de un gran sistema ciego inherentemente injusto.

La justicia difiere de la caridad privada en esto: la caridad privada tiene que ver con dar un pan a la persona que tiene hambre, mientras que la justicia tiene que ver con cambiar el sistema para que no haya nadie que tenga pan de sobra al mismo tiempo que otros pasan hambre.
La caridad tiene que ver con tratar respetuosamente al prójimo, mientras que la justicia se ocupa de identificar las raíces profundas del racismo; la caridad tiene que ver con ayudar a algunas de las víctimas de la guerra, mientras que la justicia intenta cambiar aquellas cosas en el mundo que llevan a la guerra. La caridad se satisface cuando el rico da dinero al pobre, mientras que la justicia pregunta por qué hay algunos que son ricos al mismo tiempo que la mayoría son pobres.


Un ejemplo de injusticia social es el aborto. Vivimos en un sistema cultural en el cual es aceptable que un hombre y una mujer mantengan relaciones sexuales sin estar comprometidos el uno con el otro y sin que quieran tener hijos juntos. En un sistema con estas características, el aborto es inevitable y no hay leyes que puedan detenerlo, porque el sistema seguirá produciendo mujeres (puede pasarle a cualquiera) que se encuentren embarazadas y aisladas, de tal manera, que el nacimiento del hijo o de la hija, sea en ese momento, una imposibilidad existencial para la mujer. En este clima siempre habrá abortos y la mujer que busca un aborto tiene un problema entre manos que es tanto político como personal. Es la punta de un iceberg, por detrás del cual hay toda una cultura que la elegido disociar el sexo del matrimonio y de la procreación. En este sistema, donde las relaciones sexuales son una extensión de la cita, siempre habrá abortos. El aborto sólo se frenaría cambiando el sistema. Esto no excusa el aborto, pero lo explica.

“Busca la sabiduría, no en las ideas claras y circunscriptas de lo que se supone que corresponde a la razón universal, sino en lo que de hecho es el pensamiento de hombres privilegiados; honra la pluralidad y la ambigüedad de la conciencia humana, sensible a las diferencias que derivan del lugar social que cada uno ocupa en materia de género, raza, clase y cultura. La brújula de la espiritualidad posmoderna no se orienta hacia el individualismo desatado y sus frutos violentos sino hacia la importancia de la comunidad y la tradición, valorando la solidaridad humana y la paz. No otorga privilegios a la supremacía del hombre en la tierra sino al parentesco afectivo con toda la comunidad del cosmos. En pocas palabras, la experiencia espiritual posmoderna valora no el aislamiento sino el estar conectados de manera esencial: no el dualismo de la mente y el cuerpo sino la totalidad de la persona encarnada; no el patriarcado sino el feminismo inclusivo; no el militarismo sino los gastos públicos tendientes a enaltecer la vida; no el nacionalismo tribal sino la justicia global”. Elizabeth Johnson


Una receta para la no violencia.

“Todas nuestras acciones a favor de la justicia deben arraigarse en el poder del amor y el poder de la verdad. Deben ejecutarse con el propósito de dar a conocer ese poder y no para darnos a conocer a nosotros. Nuestra motivación debe ser siempre abrir las personas a la verdad y demostrar nuestra razón y su error. Nuestras mejores acciones son las que admiten nuestra complicidad y están marcadas por un espíritu de genuino arrepentimiento y humildad. Nuestras perores acciones son las que buscan demostrar nuestra propia justicia, nuestra pureza, y nuestra distancia moral con respecto a la violencia contra la que estamos protestando.
Cuando el orgullo se apodera de nuestra protesta estamos simplemente repitiendo la señal política de justicia propia que emite el fundamentalista: “Yo me salvo, usted no”.
Las acciones realizadas en público siempre involucran un gran peligro de presunción. Por lo tanto, siempre deben ejecutarse en un espíritu de humildad e invitación.
El juicio, la arrogancia y el exclusivismo, que tantas veces marcan nuestras protestas, son señales de inmadurez espiritual, y la protesta caracterizada por tales cosas tendrá como resultado un endurecimiento de las personas en sus opciones actuales. Es muy fácil que la protesta perpetué, y no desvanezca, la ceguera pública.

Por otro lado, la necesidad de una no violencia genuina nunca ha sido tan imperativa como en la actualidad. Sin embargo, su principal arma es la aplicación de la fuerza espiritual y no el uso de la coerción. Un problema muy serio del movimiento pacifista es, a veces, su agresión oculta, la manipulación, la reafirmación del ego, el deseo de provocación que puede operar por debajo de la superficie de las perogrulladas morales sobre el compromiso con la no violencia. El manto retórico de la no violencia puede usarse para esconder el deseo del poder que está en la base misma de la violencia. El deseo de ganarle a los otros, de derrotar a nuestros enemigos, de humillar a la oposición, son todas características de la violencia y por desgracia son demasiado dolorosamente evidentes en casi todos nuestros esfuerzos a favor de la paz.
Nuestra ira, nuestra lucha sucia y nuestra falta de respeto hacia los demás no son evidencias de que hayamos vencido nuestra voluntad de poder. Ya deberíamos saber, a esta altura de los acontecimientos, que la violencia es toda de una pieza. Si esto es verdad, la violencia del disenso está directamente relacionada con la violencia del orden establecido. Es, de hecho, un mero reflejo de ésta. No podemos justificar el exceso en el movimiento a favor de la paz o en nosotros mismos apelando a la mayor violencia del sistema. La urgencia de la situación actual exige mayor, no menor cuidado, en las acciones que emprendemos. En su corazón, la no violencia no procura derrotar a su adversario venciéndolo, sino convencerlo. Procura convertir a un enemigo en amigo, no derrotándolo sino haciéndolo cambiar de campo.

La paciencia es central para la no violencia. La no violencia se basa en la paciencia que en la Biblia se describe como “soportar todas las cosas”. Thomas Merton enseñó que la raíz de la guerra es el miedo. Si eso es verdad, debemos tratar de comprender mejor los temores que tiene la gente. Los pacificadores más efectivos son los que pueden comprender los temores de los otros.

Por último, la pacificación no violenta debe surgir de una esperanza genuina en el poder de Dios para cambiar las cosas. William Stringfellow en cierta oportunidad retó a un grupo pacificador con palabras que aproximadamente decían: “En sus conversaciones encuentro una omisión importantísima: ustedes no mencionan la resurrección de Jesús.” Podemos estar seguros de la victoria de Dios sobre las fuerzas de la muerte. Nuestra modesta tarea en la pacificación consiste en vivir de tal manera que revelemos este hecho. Nosotros no tenemos que triunfar sobre las fuerzas de la muerte con nuestra inspiración, nuestros esfuerzos y nuestra estrategia. No tenemos que derrotar otra vez a la muerte. El salmo 58 nos dice: “Sin duda hay un Dios que gobierna la tierra”. Nunca debemos olvidarnos de esto. La esperanza y no la ira deben dirigir nuestra protesta. Por otro lado, la esperanza, la fe en el poder de la resurrección no es un sentimiento o un estado de ánimo, es una opción necesaria para la supervivencia”. Jim Wallis, Fundador de “Sojourners”


Un Dios no violento que suscribe la justicia y la paz.
¿Qué aspecto tiene el poder de Dios?

Dios nunca se impone a nadie por la fuerza bruta de su poder en este mundo. El poder de Dios en este mundo nunca es el poder del músculo, la rapidez, la atracción física, el brillo o una gracia que encandila a la gente y la obliga a reconocer a gritos: “Sí, sí. ¡ Aquí tienen un Dios!”. El poder del mundo intenta actuar de esta manera. El poder de Dios, sin embargo, es más mudo, más impotente, mas avergonzado, más marginado. Actúa en un nivel más hondo, en la base última de las cosas y sólo desea, de manera amable, poder expresarse después que todos los demás han tenido la oportunidad de decir lo suyo.

Trabajar por la paz y la justicia en este mundo no significa dejar de ser la Madre Teresa para convertirse en Rambo o Batman. El Dios que sostiene la justicia y la paz no golpea a nadie y no estamos defendiendo la causa de Dios cuando nosotros lo hacemos.

El Evangelio de Jesús nos plantea la exigencia no negociable de que trabajemos a favor de la justicia y la paz en el mundo, pero no nos obliga a ganar. La eficacia política a corto plazo no es tan importante como la fidelidad a la conciencia personal, a la fe personal y a la caridad personal a largo plazo.

No sabemos cómo resultarán finalmente las cosas pero sí sabemos lo que nos dice el Evangelio, sabemos que nosotros debemos amar, ser caritativos, comprender, experimentar compasión, perdonar y estar moralmente integrados en nuestras vidas privadas. No sabernos todo el tiempo cuál es la mejor estrategia política, pero sí sabremos que Dios está preocupado por las víctimas, que Jesús está en medio de las derrotas y que estamos siendo fueles al Evangelio cuando ocupamos su mismo lugar.

En Sudáfrica, antes de la abolición del apartheid, la gente encendía una vela y la colocaba en una ventana, como señal de esperanza, una señal de que algún día el mal sería derrotado. En cierto punto, la luz de las velas fue declarada ilegal, tan ilegal como llevar un arma. Los niños hacían chistes sobre el tema diciendo: “Nuestro gobierno tiene miedo de que encendamos velas”. Con el correr del tiempo, sabemos, el apartheid fue derrotado. Reflexionando sobre lo que en último término produjo su derrota, es justo decir que “encender velas” (cosa que el gobierno sin duda tenía razones para temer) fue un arma considerablemente más poderosa que las pistolas o los fusiles. En la lucha por la justicia y la paz, nuestras verdaderas armas, como cristianos, no son la ideología o las pistolas y los fusiles, sino las velas encendidas, la esperanza, la integridad personal, la caridad y la oración.

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