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Argumentos a favor de legalizar drogas

¿Por qué legalizarlas?

Xavier Velasco

Por justicia. Valdría que preguntarse qué derecho puede tener la sociedad, el Estado o el vecino a prohibir que cualquier persona de bien siembre, ya en la maceta o el jardín, las hierbas que prefiera para untárselas, fumárselas o bebérselas como cualquier té.

Por congruencia. Si es legal y socialmente legítimo vender y consumir drogas cuyo abuso es nocivo para la salud, y así se nos advierte en la etiqueta, ¿cómo justificar la satanización de otras que ni de lejos son causa de afecciones tan serias y extendidas como cirrosis y enfisema pulmonar?

Por estrategia. Castigar el quehacer del narcotraficante es elevar el precio de su producto, y en tanto eso premiar su osadía con ganancias geométricas, y al cabo estratosféricas. ¿Es o sólo parece un despropósito perseguir al malandro con medidas que lo hacen más y más rico?

Por lógica. No se puede esperar que la despenalización de las drogas convierta a quien fue narco en persona de bien, pero sí que le corte el flujo ilimitado de efectivo, y con él su infinito poder corruptor. ¿O es quizás un secreto que entre más rico es uno, menos entra en la cárcel?

Por decencia. ¿Merecen los adictos ser tratados como enfermos… o condenados a sobrevivir al purgatorio infame de esas cárceles freelance que son los anexos? ¿Qué porcentaje de ellos podría pagarse unas buenas semanas en Oceánica, Monte Fénix o algún equivalente californiano? ¿Cuántas clínicas de rehabilitación podrían construirse y mantenerse con sólo una porción del dinero invertido en la guerra de nunca acabar?

Por la familia. Si lo que se defiende con la guerra a las drogas es la familia —más la salud, la vida y lo que al señor cura se le ocurra— las decenas de miles de muertos y encarcelados en el empeño demuestran que el remedio es varias veces peor que la enfermedad.

Por conveniencia. Cuarenta años atrás, las compañías tabacaleras empleaban por aval a médicos pagados por decir que el cigarro era inofensivo. Aun si las compañías mariguaneras del futuro no van a dar a mejores manos, quedarán cuando menos sujetas a controles sanitarios, a la vista del público escrutinio y por supuesto a merced del fisco.

Por seguridad. Prohibición y castigo obligan al consumidor a amarchantarse con bandas criminales, y eventualmente mirarse indefenso frente a un poder de intimidación y revancha cuyas leyes son aún más severas y crueles. Habrá quien se le escape a la policía de los buenos, no así a la de los malos.

Por derecho. Amén de la prerrogativa elemental de vivir seguro y en paz, al ciudadano le asiste el derecho a ser alertado e informado en torno a las substancias cuyo consumo el Estado permite, controla y reglamenta. Nada habría más justo y necesario que destinar los ingresos fiscales por la comercialización de las drogas a campañas y acciones preventivas, en lugar de seguir derrochando el dinero de todos en balas, juicios, rejas y sarcófagos.

Por salud. Si las substancias criminalizadas son, en efecto, tan peligrosas como se nos dice, parece cuando menos irresponsable dejar su producción y venta en manos de rufianes, siempre más ocupados en esquivar a perseguidores y enemigos que en cuidar la presunta pureza del producto.

Por la imagen. A ojos adictos, los perjuicios causados por la droga parecen inferiores a sus recompensas. ¿Cómo no va a lucir atractiva la idea de probar una cierta substancia misteriosa en torno a la cual se arman tamañas matazones? Placer prohibido al fin, el de la droga obtiene su sex appeal de todo cuanto la hace condenable.

Por ética. En la guerra a las drogas el ciudadano se parece al inversionista cuyo dinero es invertido en bonos de una empresa condenada a la eterna bancarrota, cuyos competidores, cada día más ricos, además lo intimidan y amenazan. En términos más simples, se diría que estamos pagando protección.

Por sentido común. ¿Cuál es la matemática estrambótica que nos permitiría comprender una guerra a las drogas que mata varios miles de personas al año, allí donde las muertes por sobredosis difícilmente llegan a quinientas?

Por caridad. Es obsceno que a la vista de tanta pobreza extrema y tan escasos medios para superarla, persista allí el magneto de ese negocio inmenso del que cualquiera puede obtener el acceso y ninguno el control. Si al Estado ya se le dificulta el trabajo de hacer crecer las oportunidades reales, tendría cuando menos que cercenar las falsas.

Por decoro. Va a ser muy vergonzoso que de aquí a cincuenta años se nos mire como a una tribu de fanáticos hipócritas y atávicos, habituados a borrar con el codo cuanto habían escrito con la mano

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