Una serie de eventos fortuitos y el brazo izquierdo de Dios me han llevado hacia lugares tormentosos en mi interior. A afrontar los duros tiempos de prueba, del sin sabor humano de mi aridez espiritual, de probarme fiel al proyecto de nuestro padre Dios.
Descubro nuevamente la necesidad de escudriñar la fuerza motriz que impulsa mis gritos de rebeldía, tan llenos de contradicciones, de sombras, de miedos, e incertidumbres. Lo que consideraba hasta hace poco mis ideas, mis pensamientos, todo lo que era y lo que le debo a la vida.
Sin embargo, ahora comienzo a formar parte de una familia, muy grande, muy extensa, tan numerosa como las estrellas del cielo y los granos de arena en el mar. Bendecida con hijas, hijos, hermanas, hermanos, padres, madres, abuelas, y abuelos. Una familia con sus virtudes y defectos, con sus logros y fracasos; una madre que se ha dormido en vela por la salud de un hijo, de un padre a quien se le ha arrebatado el sustento para alimentar a su familia.
No me refiero únicamente a la iglesia como Pueblo de Dios, que somos todos, sino también a la vida religiosa, a la comunidad de hermanos dedicados a consagrarse de una manera al servicio de Dios: la vida religiosa como anticipo del Reino de Dios.
La Iglesia, mi madre, semillero de esperanza, de ideales, de proyectos, de vidas desgastadas por el Reino, de cada vez proclamar siempre buenas nuevas. Ante todo esto me pregunto:
¿Cómo ser punto de unión cuando muchos parecen querer dividir a la Iglesia?
¿De qué manera puedo ayudarle a que crezca para que sea proclamadora de la esperanza?
¿Cómo sentir con Ella el dolor de la indignación por los que sufren?
¿Cómo alegrarme con Ella por sus victorias? Pero sobre todo, ¿cómo demostrarle mi amor y fidelidad a mi Iglesia sin lastimarla, juzgarla, ni marginarla?
¿Cómo ser su crítico sin convertirme en su juez y verdugo? ¿Cómo decirle que la amo y reconocer su humanidad, pero al mismo tiempo su carácter divino?
¿Cómo unirme a su voz reconociéndome pecador con Ella? ¿Cómo sentir sus errores como parte de mi responsabilidad como creyente?
¿Cómo volver a amar a una madre quien ha golpeado a un hijo? Pero sobre todo, ¿cómo aprender a perdonarla, perdonándome a mí también por no saber comprenderla y sentir su dolor y soledad?
¿Cómo ver a la Iglesia como seno de mi amor por el Reino de Dios? Pero sobre todo, ¿cómo defender a una madre quien me ha dado el regalo más grande de la vida: el bautismo en la fe por Cristo?
Las respuestas se me vienen en una sola: poner mi fe en obras, decirle a mi Iglesia “te amo y te lo demuestro”. No fueron preguntas que brotaron de mi mente, sino de mi corazón indignado y arrepentido. Vivir un cristianismo pascual como principio y fundamento de mi vida como bautizado. Vivir mi amor por el Reino, amando a la madre que Cristo dejó para nosotros.
Su hermano en Cristo, Josué, el Frodo
jovich_etnos@hotmail.com
Descubro nuevamente la necesidad de escudriñar la fuerza motriz que impulsa mis gritos de rebeldía, tan llenos de contradicciones, de sombras, de miedos, e incertidumbres. Lo que consideraba hasta hace poco mis ideas, mis pensamientos, todo lo que era y lo que le debo a la vida.
Sin embargo, ahora comienzo a formar parte de una familia, muy grande, muy extensa, tan numerosa como las estrellas del cielo y los granos de arena en el mar. Bendecida con hijas, hijos, hermanas, hermanos, padres, madres, abuelas, y abuelos. Una familia con sus virtudes y defectos, con sus logros y fracasos; una madre que se ha dormido en vela por la salud de un hijo, de un padre a quien se le ha arrebatado el sustento para alimentar a su familia.
No me refiero únicamente a la iglesia como Pueblo de Dios, que somos todos, sino también a la vida religiosa, a la comunidad de hermanos dedicados a consagrarse de una manera al servicio de Dios: la vida religiosa como anticipo del Reino de Dios.
La Iglesia, mi madre, semillero de esperanza, de ideales, de proyectos, de vidas desgastadas por el Reino, de cada vez proclamar siempre buenas nuevas. Ante todo esto me pregunto:
¿Cómo ser punto de unión cuando muchos parecen querer dividir a la Iglesia?
¿De qué manera puedo ayudarle a que crezca para que sea proclamadora de la esperanza?
¿Cómo sentir con Ella el dolor de la indignación por los que sufren?
¿Cómo alegrarme con Ella por sus victorias? Pero sobre todo, ¿cómo demostrarle mi amor y fidelidad a mi Iglesia sin lastimarla, juzgarla, ni marginarla?
¿Cómo ser su crítico sin convertirme en su juez y verdugo? ¿Cómo decirle que la amo y reconocer su humanidad, pero al mismo tiempo su carácter divino?
¿Cómo unirme a su voz reconociéndome pecador con Ella? ¿Cómo sentir sus errores como parte de mi responsabilidad como creyente?
¿Cómo volver a amar a una madre quien ha golpeado a un hijo? Pero sobre todo, ¿cómo aprender a perdonarla, perdonándome a mí también por no saber comprenderla y sentir su dolor y soledad?
¿Cómo ver a la Iglesia como seno de mi amor por el Reino de Dios? Pero sobre todo, ¿cómo defender a una madre quien me ha dado el regalo más grande de la vida: el bautismo en la fe por Cristo?
Las respuestas se me vienen en una sola: poner mi fe en obras, decirle a mi Iglesia “te amo y te lo demuestro”. No fueron preguntas que brotaron de mi mente, sino de mi corazón indignado y arrepentido. Vivir un cristianismo pascual como principio y fundamento de mi vida como bautizado. Vivir mi amor por el Reino, amando a la madre que Cristo dejó para nosotros.
Su hermano en Cristo, Josué, el Frodo
jovich_etnos@hotmail.com
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