27 de abril de 2004
El viento esta soplando fuerte. Las dos ventanas del cuarto están abiertas. Una cortina entra con el viento y la otra sale por la ventana con imperiosa fuerza.
Yo estoy en la mesa de la cocina escuchando como canta el viento, como murmura y emite sus razones a cada choque que tiene con la materia.
Por un lado escucho tonos de furia y de venganza, materiales duros y mortales. Y por otro lado escucho tonos amables, alentadores, sonidos que me recuerdan mi infancia en el Rancho “Santa Cruz”. Los sonidos del viento que al paso de los árboles y al choque de algunos orificios de las construcciones produce interesantes notas que hacen feliz al alma por instantes.
Lo que en un momento puede ser fuente de alegría y paz en el viento, en otro puede llegar a desesperar y a causar temores.
Bendito Viento, que no se ve, pero que sopla, que no siempre se escucha y poco se huele.
Pero bendito porque siempre se siente. Yo siempre he creído que el viento sopla a mi alrededor cuando Dios me felicita por algo, cuando me anima y me motiva a seguir con su voluntad mis pasos en esta tierra. Y es que así es el viento, y Dios, son invisibles, pero están allí y aquí.
Es el Espíritu de la materia y entra más allá de donde uno pudiera palpar con las manos. El viento es intranquilo, firme y arriesgado, y corre al paso del terreno que se le presenta.
Si encuentra resistencia no sucumbe sino que se amolda y crea nuevas corrientes para salir del problema. Así es el Espíritu de Dios, siempre el mismo, pero siempre nuevo. Siempre transparente, pero nunca predecible. Siempre fuerte, pero no siempre percibido por nuestra humana piel.
Cada quien es lo que quiere ser para el viento, si lo toca, lo hace consciente. Si lo olvida, toca el viento su cuerpo, aunque no lo sienta, en su inconsciencia. Dios siempre está allí, queriendo entrar.
Para el Espíritu tocar hay que convertirse en cuerpo invisible. Para tener esta cualidad solo hace falta reconocer mi alma y aceptar que Dios-Viento-Espíritu me habita, y me quiere habitar más.
Si no dejo al Espíritu entrar, soy como un muro de piedra con cemento que por lustros no tendrá una imagen distinta a la del día en que fue levantado.
Pero si abro mi corazón al Espíritu soy como un árbol que cada día recibe distintas inspiraciones del viento y que cambia cada célula de s ser a través del movimiento que ejerce sobre si el viento; y que purifica el aire que recibe, convirtiéndolo en oxígeno para los demás.
El viento esta soplando fuerte. Las dos ventanas del cuarto están abiertas. Una cortina entra con el viento y la otra sale por la ventana con imperiosa fuerza.
Yo estoy en la mesa de la cocina escuchando como canta el viento, como murmura y emite sus razones a cada choque que tiene con la materia.
Por un lado escucho tonos de furia y de venganza, materiales duros y mortales. Y por otro lado escucho tonos amables, alentadores, sonidos que me recuerdan mi infancia en el Rancho “Santa Cruz”. Los sonidos del viento que al paso de los árboles y al choque de algunos orificios de las construcciones produce interesantes notas que hacen feliz al alma por instantes.
Lo que en un momento puede ser fuente de alegría y paz en el viento, en otro puede llegar a desesperar y a causar temores.
Bendito Viento, que no se ve, pero que sopla, que no siempre se escucha y poco se huele.
Pero bendito porque siempre se siente. Yo siempre he creído que el viento sopla a mi alrededor cuando Dios me felicita por algo, cuando me anima y me motiva a seguir con su voluntad mis pasos en esta tierra. Y es que así es el viento, y Dios, son invisibles, pero están allí y aquí.
Es el Espíritu de la materia y entra más allá de donde uno pudiera palpar con las manos. El viento es intranquilo, firme y arriesgado, y corre al paso del terreno que se le presenta.
Si encuentra resistencia no sucumbe sino que se amolda y crea nuevas corrientes para salir del problema. Así es el Espíritu de Dios, siempre el mismo, pero siempre nuevo. Siempre transparente, pero nunca predecible. Siempre fuerte, pero no siempre percibido por nuestra humana piel.
Cada quien es lo que quiere ser para el viento, si lo toca, lo hace consciente. Si lo olvida, toca el viento su cuerpo, aunque no lo sienta, en su inconsciencia. Dios siempre está allí, queriendo entrar.
Para el Espíritu tocar hay que convertirse en cuerpo invisible. Para tener esta cualidad solo hace falta reconocer mi alma y aceptar que Dios-Viento-Espíritu me habita, y me quiere habitar más.
Si no dejo al Espíritu entrar, soy como un muro de piedra con cemento que por lustros no tendrá una imagen distinta a la del día en que fue levantado.
Pero si abro mi corazón al Espíritu soy como un árbol que cada día recibe distintas inspiraciones del viento y que cambia cada célula de s ser a través del movimiento que ejerce sobre si el viento; y que purifica el aire que recibe, convirtiéndolo en oxígeno para los demás.
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