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ACCESOS A LA INTERIORIDAD


Xavier Melloni s.j.
Profesor de Teología en la Facultad de Teología de Catalunya. Manresa.



En la vida espiritual lo contrario de la interioridad no es la exterioridad sino la superficialidad. Interioridad y superficialidad son opuestas en cuanto que corresponden a dos disposiciones incompatibles ante Dios, ante el entorno y ante uno mismo: una vive de la cantidad; la otra, de la calidad; una de la compulsividad, la otra de la gratuidad; una de la seguridad, la otra de la confianza; una de la inmediatez, la otra de los lentos procesos que se van gestando en la profundidad del corazón humano.

La exterioridad, en cambio, no se opone a la interioridad sino que la complementa. Es su necesario e indispensable reverso, no como su obstáculo o tropiezo sino como su verificación. Es decir, el cultivo de la interioridad no debería comportar para nada el olvido del mundo, sino que es la búsqueda de su Fuente, para vigorizar nuestra presencia en el mundo y hacerla más transparente.

Lo que hay que ver es cómo los diferentes caminos y tradiciones consiguen esta integración, porque la relación entre la interioridad y la exterioridad se puede establecer de modos diferentes. El hecho de que no pocos de nuestros contemporáneos estén redescubriendo la interioridad a través de los caminos de Oriente es una oportunidad para dejarnos interpelar por ellos, sin que por ello hayamos de abandonar los nuestros. Porque, sin duda alguna, la tradición cristiana de Occidente dispone de un bagaje espiritual que puede ofrecer mucho a nuestro tiempo. La cuestión que todavía subyace es si son modos de llegar a la misma integración o si configuran actitudes radicalmente diferentes ante Dios y ante la vida.

Hablar de Oriente y de Occidente es una simplificación para referirse a pedagogías diversas que, aunque identifiquemos geográficamente, trascienden la circunscripción espacial. Explicitar esta diversidad puede ayudar a comprender por qué en un momento determinado ciertas personas toman un camino y no otro para acceder a su interior. Comprender en qué se diferencian permite tomar conciencia de su complementariedad y discernir en un momento determinado la oportunidad o inoportunidad de uno u otro recorrido. Identificamos como occidentales los caminos que parten de la exterioridad y van hacia la interioridad y como orientales los que comienzan por dentro y van hacia fuera.

Vamos a explicitar esta diferencia a partir de los dos vehículos más característicos de nuestra cultura: la palabra y la acción. Lo que caracteriza a Occidente es partir de ellas mismas para ahondarlas. En cambio, lo específico de Oriente es tratar de trascenderlas[1].

1. La interiorización de la palabra por medio de la misma palabra

Toda nuestra cultura es hija de la predominancia de las palabras y de los conceptos que ellas generan. A través de ellas creamos campos de sentido que proporcionan el marco de comprensión de nosotros mismos, del mundo y de Dios. Por las palabras nos aproximamos a la realidad, pero con el riesgo de que sustituyan a la experiencia. Por influencia griega y luego del pensamiento moderno, el logos -la palabra- ha quedado vinculado al concepto, a costa de haber relegado la fuerza del relato, que es lo propio de la palabra semítica y bíblica. Y es que el relato tiene mayor capacidad para movilizar los diversos registros de la persona: la dimensión emotiva, imaginativa, simbólica… El concepto, en cambio, alimenta la mente pero al mismo tiempo la satura. Hoy somos hijos de las palabras-concepto, más que de las palabras-relato, y por ello también tenemos nostalgia de las narraciones. El cine y las novelas son los resquicios que nos quedan para recuperar la narratividad. Pero el reto de la interiorización afecta a ambas dimensiones: lograr que tanto el concepto como el relato no queden en la mera abstracción o distracción, sino que sean personalizados y sirvan de alimento para la vida del espíritu.

La tradición monástica de Occidente dispone de un método para interiorizar la Palabra de Dios: la Lectio divina. Un método que también se podría aplicar a otros ámbitos de nuestra cultura. Consiste en un proceso que recorre cuatro tiempos: el conocimiento literario del texto (lectio); el rumiaje posterior (meditatio); la expresión dialogal con Dios (oratio) y, finalmente, el silencio (contemplatio).

Después de varias décadas de aproximación a las Escrituras a partir de la exégesis austera del método histórico-crítico, en diversos ambientes se está rescatando esta aproximación orante de las Escrituras.

No es que por ello se deba abandonar el análisis crítico y sistemático de los textos, y la utilización de los métodos de las ciencias de la interpretación. Esta etapa es indispensable para liberarse de ingenuidades que acaban convirtiéndose en fundamentalismos. Pero si bien esta aproximación es necesaria, no es suficiente. Se trata únicamente de un primer tiempo, el de la lectio. Los pasos siguientes no anulan sus aportaciones, pero sí que las trascienden.

La meditación trata de extraer el sabor del texto, de recorrer sus rincones, de descubrir sus aplicaciones para la vida, de modo que su contenido se va adentrando en la propia existencia. Por la oración, lo asimilado pasa de ser sabor a latido, anhelo, incorporando la dimensión afectiva de la persona. La reflexión adquirida se convierte en diálogo y ofrenda. La palabra deviene entonces el cauce de la expresión de uno mismo por donde se adentra en Dios. Ello culmina en el cuarto ámbito, la contemplación, en la que uno ya no es el que dirige, sino que es recibido. Así adviene una plenitud de comunión que trasciende a la palabra y se convierte en Silencio.

En los últimos años, este método ha ayudado a no pocas comunidades cristianas a redescubrir el gusto por la Palabra de Dios. Se practica normalmente en torno a los monasterios, donde cada vez más acuden grupos a beneficiarse de esta tradición, cuyo ritmo permite asimilar el contenido de las Escrituras[2].

Tal procedimiento podría también impregnar el estudio de la teología. El paso de estilo orante de la Patrística a la teología dialéctica de la Escolástica obstaculizó la interiorización de los dogmas. La contemplación se sustituyó por la argumentación y por la discusión. Tal vez se estén dando hoy las condiciones –o por lo menos, la necesidad- para redescubrir un modo de estudiar la teología que sea capaz de transformar a quien la estudia, y no únicamente de informar.

Todavía podemos ir más allá, y tratar de que esta interiorización pueda producirse en otros ámbitos del saber y del ocio. Urge encontrar los medios para que seamos capaces de hacer llegar la información de la cabeza al corazón, un camino que, siendo tan corto, se ha hecho el más largo y que nuestra cultura ha extraviado. Conseguir que podamos regenerarnos en nuestro descanso no a costa de una intoxicación por acumulación sino personalizando lo que asimilamos. Se trataría de saber traducir a nuestro tiempo algo de aquella sentencia ignaciana: “No el mucho saber harta y satisface el ánima, mas el sentir y gustar internamente de las cosas” [EE 2]. Para ello, recursos tan antiguos como llevar un diario personal, o anotar las impresiones después de haber visto una película o de haber hecho una buena lectura… pueden ser ayudas para interiorizar los impactos que recibimos, de modo que no se pierdan sin más en la papelera de la desmemoria.

2. La interiorización de la acción por medio del discernimiento

El segundo rasgo característico de nuestra civilización es la acción. Nuestra cultura se expresa a sí misma a través de la actividad económica, política, técnica, científica, artística, incluso deportiva.

Somos una civilización que valora a las personas por sus resultados y por sus conquistas. La misma globalización es un resultado de la polarización occidental por la acción, en la que la técnica, la ciencia, la economía occidentales se han extendido por todo el planeta. De ahí que la pertinencia de una pedagogía que, partiendo de la acción misma, trate de ahondarla desentrañando sus motivaciones y haciendo tomar conciencia del alcance de sus efectos. Así, del mismo modo que la lectio divina toma la palabra para llevarla a su profundidad, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio encaran el ámbito de la acción para hacer consciente de su trascendencia[3].

Sólo cuando se han conocido otras culturas se cae en la cuenta de lo occidentales que son los Ejercicios ignacianos en sus presupuestos y en su pedagogía: desarrollan una espiritualidad de la acción y de la capacidad de decisión a partir del discernimiento de la vocación personal que se expresa a través de una misión. Su especificidad consiste en ofrecer herramientas para aclarar las diferentes opciones que se presentan en la propia vida y aprender a elegir en función de los valores del Evangelio. Estas elecciones no proceden simplemente de la propia voluntad sino que brotan del progresivo desvelamiento de la voluntad de Dios sobre uno.
Tal desvelamiento se produce a través de la interiorización de tres conocimientos:

1. El de la propia opacidad y la opacidad del mundo [EE 63], que libera de quedar retenido en la corteza de uno mismo y de las cosas.
2. El conocimiento interno de Cristo, “que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” [EE 104], es decir, que posibilita impregnarse de las actitudes y acciones de Cristo, modelo del comportamiento unificado y receptivo a los valores del Reino.
3. El conocimiento interno de tantos dones recibidos [EE 233], a través de lo cual cada acto se convierte en respuesta y ofrenda.

La característica de este triple conocimiento interno es que no se queda en información, sino que se transforma en amor y de un amor que se concreta en un seguimiento[4].
La búsqueda explícita de esta llamada y seguimiento de Jesús es lo que distingue a los Ejercicios de cualquier otro método de interiorización. Arraigado en ese seguimiento, se puede entonces acceder a la contemplación de una acción que ya no estará distraída ni autorreferida, sino atenta a su entorno y receptiva a percibir la presencia de Dios en cada situación y en cada persona.
Podríamos decir, pues, que la Lectio divina y los Ejercicios de San Ignacio son dos pedagogías de la interiorización características de la tradición cristiano-occidental, en la medida en que cada una de ellas parte de los elementos propios de nuestra cultura para llevarlas a su profundidad. Sin embargo, existen otros caminos que han despertado el interés de nuestros contemporáneos y que debemos tratar de comprender.

3. La interiorización de la palabra por medio del silencio

Si el método occidental consiste en profundizar la palabra a través de las mismas palabras, el método oriental consiste en trascender la palabra, suprimiéndola. El yoga y el Zen prescinden de los textos sagrados –y de cualquier otro texto- como soporte de la meditación. De algún modo, comienza por donde la lectio divina terminaba: el silencio de la contemplación. Se considera que la palabra es una realidad penúltima, no última. Las técnicas orientales de meditación tienen dos propósitos: lograr la concentración de la mente en un único punto –a través de una imagen fija o de un sonido- y conseguir la suspensión de la actividad mental. En ambos casos se busca el trascendimiento de las mediaciones –tanto de las palabras como de las imágenes-.

En una ocasión, un personaje importante, que estaba agobiado por sus responsabilidades y ocupaciones, se dirigió a un monasterio donde vivía un maestro para que le enseñara a meditar.
- ¿Cómo debo aprender a meditar?, le preguntó al maestro.
- Haciendo silencio.
- ¿cómo se consigue el silencio?
- Meditando.
- ¿Y cómo se medita?
- Haciendo silencio.

El monje no le planteaba ningún enigma, sino que evitaba caer en especulaciones y simplemente invitaba a practicar. Para Oriente, el gran enemigo de la experiencia espiritual no es el cuerpo sino la mente. Lo que más temen es que las elaboraciones de la mente sustituyan a la experiencia. De aquí que en un curso de meditación no se den grandes explicaciones, sino que se proponga una práctica. Una práctica en la que toda la importancia radica en la corrección de la postura y en la atención a la respiración. Las técnicas orientales no presuponen la adhesión a determinadas creencias sino la fidelidad a una práctica diaria. Este contraste con respecto a la mentalidad occidental es precisamente lo que atrae a ciertos de nuestros contemporáneos, que se encuentran saturados de palabras que ya no les alimentan.
¿Y qué sucede en el silencio?
En el Zen se dice que, al comienzo del camino, las montañas son montañas, los árboles son árboles y las personas son personas; luego las montañas dejan de ser montañas, los árboles dejan de ser árboles y las personas dejan de ser personas; al final del recorrido, las montañas vuelven a ser montañas, los árboles vuelven a ser árboles y las personas vuelven a ser personas. Es decir, el segundo tiempo, el que se corresponde con el momento de la absorción de la mente, introduce una discontinuidad en el estado habitual de conciencia el cual es necesario para poder percibir la realidad de un modo distinto. En la etapa final, las montañas, los árboles y las personas son las mismas que al comienzo pero percibidas en un plano nuevo: ya no autocentradamente en función de las propias avideces e intereses, sino por lo que son en sí mismas, epifanías de lo Real[5].

4. La interiorización de la acción por medio de la atención vigilante

Si el discernimiento cristiano se concentra en la distinción entre las fuerzas positivas y negativas (el buen y el mal espíritu) para clarificar una determinada elección o comportamiento, el discernimiento oriental (viveka) se dirige hacia la distinción entre lo permanente y lo transitorio. Si el método occidental trata de formar a la persona sobre la que repercute la acción, el método oriental busca suprimir al yo que sostiene esa acción. Porque se considera que tras esa conciencia egoica cambiante e inestable subyace una Realidad que trasciende al yo así como a las cosas y a los acontecimientos. Se trata de llegar a percibir que la ola –las individualidades impermanentes de los individuos y de los acontecimientos- forman parte del Mar[6]. La atención no se dirige sobre el plano moral, sino sobre el plano de lo real. Es decir, el dilema no se plantea entre el bien y el mal –los cuales se consideran una dualidad faltada de perspectiva- sino entre la consistencia o inconsistencia de una determinada acción, actitud o decisión.
Ante la realidad y la acción que se desarrolla en ella, uno no es protagonista, sino observador. No hay un yo que deba elegir o sentirse elegido, sino que se trata de descubrir que no hay ningún yo, sino únicamente el flujo incesante de lo Real, en el cual hay que lograr introducirse sin interferir.
La conciencia se dirige a la atención vigilante, mediante la cual cada acto puede convertirse en un rito, es decir, en una ocasión de religación con el Todo. De ahí que respirar, caminar, comer, servir una taza de té o incluso ducharse o limpiarse los dientes se puedan convertir en un acto religioso. Se trata de tomar conciencia de lo que es y de lo que se acontece en cada momento y ello es lo que otorga la sacralidad a cada instante. La conciencia corporal es el primer vehículo para la práctica de la interiorización. Las posturas (âsanas) y las técnicas de respiración del yoga, del Zen y del Vipashana, los ejercicios de Tai Chi y Chi Kung… no buscan otra cosa que esa unificación del cuerpo y la mente con el Todo que trasciende a la propia individualidad. Esta unificación posibilitada por la atención vigilante es lo que logra la interiorización de la acción, la cual no se logra por medio de una reflexión ética de la decisión sino a través de la transparencia al momento presente.
Desde esta perspectiva, Thich Nhat Hanh, monje budista vietnamita asentado desde los años setenta en Occidente, hace la siguiente interpretación de la Eucaristía:

“La sagrada Comunión es una potente campana de atención vigilante. Bebemos y comemos todo el tiempo, pero generalmente sólo ingerimos nuestras ideas, proyectos, preocupaciones y ansiedad. Si nos permitimos entrar en contacto profundo con nuestro pan, renaceremos, porque nuestro pan es la vida misma. Comiéndolo con profundidad, tocamos el sol, las nubes, la tierra y todo el universo que está contenido en él. Entramos en contacto con la vida y con el reino de Dios”[7].

Estas palabras no agotan el significado de la Eucaristía -que están faltadas, sobre todo, de su dimensión cristológica- pero sí que arrojan una luz nueva que es enriquecedora. Esta referencia al ámbito litúrgico nos da pie a señalar que, con frecuencia, nuestras celebraciones están demasiado saturadas de palabras y escasas de silencio. El culto es la estilización del acto que se convierte en rito y donde la acción humana adquiere toda la densidad del gesto que abre una hondura que le trasciende. La liturgia ofrece un tiempo y un espacio privilegiados donde poder interiorizar y personalizar tanto la acción como las palabras. Sin embargo, nos derramamos en ellas sin que demos tiempo a que se recojan. Y como palabras ya se dicen en muchos otros lugares, cada vez serán menos los que acudan a escucharlas mientras no seamos capaces de conducirlas adentro.

5. El indispensable discernimiento y la fidelidad a alguna práctica

Con todo ello hemos tratado de clarificar diversos accesos a la interioridad. Y hemos tratado de transmitir que en la vida de las personas y en sus procesos espirituales se dan distintos momentos. Esto hace que haya un tiempo para nutrirse del estudio y meditación de la Palabra de Dios y otro tiempo para dejar que fermente en el Silencio; que haya un tiempo para discernir y tomar decisiones, y otro tiempo para gustar simplemente de la conciencia de que se es; que tan importante es contemplar el Rostro de Cristo en un Icono y el rostro de los humanos por la calle, como suprimir el soporte de toda imagen para poder sentirse parte de ese único Rostro; o que tan importante es saber interiorizar una jornada a través del examen de conciencia como acostarse siendo consciente de la propia respiración.
Lo que hace adecuada una determinada práctica es que está ajustada al momento espiritual de cada uno. Porque lo que puede ayudar en un determinado período de la vida puede ser obstáculo en otro. El peligro de las prácticas orientales es eludir las decisiones. El peligro de las prácticas occidentales es no trascender el plano ético y mental.
En cualquier caso, para cultivar la interioridad necesitamos proteger determinados tiempos y espacios diarios de silencio e incorporarlos a nuestra cotidianidad. Lo que está en juego es ponernos en contacto con las profundidades de lo real donde el Señor de la vida late en nosotros y en cada ser. Así nuestras palabras podrán ser escucha y expresión de su manifestación en el mundo y nuestra acción participación del ascenso de la historia hacia Él.

[1] Esta caracterización no deja de ser una simplificación, porque también Oriente conoce el camino de la acción (Karma marga); igualmente, existen tradiciones en Occidente que proponen el despojo de la palabra como camino del espíritu. Piénsese en San Juan de la Cruz y el Maestro Eckhart.
[2] El Cardenal Martini difundió la práctica de la Lectio divina en la diócesis de Milán; también se ha propagado a través de la Comunidad de Bose (en el norte de Italia) y en torno a otros monasterios benedictinos.
[3] Cabe decir que el método ignaciano tiene un común punto de arranque con el método monástico, en tanto que tiene como soporte básico los pasajes evangélicos a los cuales se aproxima según la progresión anterior: la lectio se corresponde con el “fundamento verdadero de la historia”, la meditatio con los puntos que se ofrecen para cada ejercicio y la oratio con los coloquios. Es en el cuarto tiempo donde se bifurcan: en lugar de dirigirse hacia la contemplación, los Ejercicios se dirige hacia el discernimiento de la elección.

[4] Sorprendentemente encontramos aquí las tres vías clásicas de realización del Hinduismo: el Jnana Marga, el bhakti Marga y el karma Marga, según están recogidas en el Bhagavad Gita.
[5] De hecho, algo semejante sucede también a lo largo de los Ejercicios, en cuya culminación, la Contemplación para alcanzar amor, se aprende a percibir el mundo y volver a él con una mirada diferente.
[6] Consiste en llegar a percibir cada parte desde el Todo, mientras que el método occidental trata de percibir el Todo en cada parte.
[7]Buda viviente, Cristo viviente, Ed. Kairós, Barcelona 1996, p.43.

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