Por Koinonía
Agencia de noticias
Existen verdades que requieren una sensibilidad muy particular, se necesita tiempo para contemplarlas con los ojos abiertos del espíritu, para descubrirlas en toda su sencillez y profundidad. El misterio de la Maternidad es una de ellas. La Maternidad es la vocación sublime de la mujer, una vocación eterna que no conoce límites porque alcanza a tantos corazones humanos, alcanza a naciones enteras.
Tal vez hoy, más que nunca, es necesario revalorizar la verdad de la Maternidad, que no es una concepción añeja. Aunque se multipliquen y aumenten las ocupaciones de la mujer, todo en ella, su fisiología, sicología, así como sus sentimientos morales y religiosos, muestra y exalta su aptitud, su capacidad y su misión de engendrar un nuevo ser. Ella está más preparada que el hombre para la función generativa.
En virtud del embarazo y del parto, está unida más íntimamente a su hijo, sigue más de cerca todo su desarrollo, es inmediatamente responsable de su crecimiento y participa más intensamente en su alegría, en su dolor y en sus riesgos en la vida. Aunque es verdad que la tarea de la madre debe coordinarse con la presencia y la responsabilidad del padre, la mujer desempeña el papel más importante al comienzo de la vida de todo ser humano. Por desgracia, debemos constatar que el valor de la maternidad ha sido objeto de contestaciones y críticas.
Desde el punto de vista antropológico-ético, algunos la han considerado un límite impuesto al desarrollo de la personalidad femenina, una restricción de la libertad de la mujer y de su deseo de tener y realizar otras actividades. Así, muchas mujeres se sienten impulsadas a renunciar a la Maternidad para poder dedicarse a un trabajo profesional. Muchas, incluso, reivindican el derecho a suprimir en sí mismas la vida de un hijo mediante el aborto, como si el derecho que tienen sobre su cuerpo implicara un derecho de propiedad sobre su hijo concebido.
El niño no es un objeto del que su madre puede disponer, sino una persona a la que debe dedicarse, con todos los sacrificios que la maternidad implica, pero también con las alegrías que proporciona. El valor de la maternidad fue elevado a su grado más alto en María, Madre del eterno Dios, que se hizo hombre en su seno virginal.
La vida y sus eventualidades nos enseñan que hay una persona a quien se debe, junto con la vida, también todo lo que constituye el comienzo y el armazón de la historia del propio espíritu: la Madre. Debemos estar al lado de cada madre que espera un hijo; debemos rodear de atención particular la Maternidad y el gran acontecimiento asociado a ésta, o sea, la concepción y el nacimiento del hombre. Es necesario hacer lo imposible para que la dignidad de esta vocación espléndida no se destroce en la vida interior de las nuevas generaciones; para que no disminuya la autoridad de la mujer-madre en la vida familiar, social y pública, en toda nuestra legislación contemporánea, en la organización del trabajo, en las publicaciones, en la cultura de la vida diaria, en la educación, en el estudio, en todos los campos de la vida.
Debemos hacer todo lo posible para que la mujer sea merecedora de amor y veneración. Debemos hacer lo imposible para que los hijos, la familia, la sociedad descubran en ella la misma dignidad que vio Cristo en la mujer. ¡Madre que das la vida, Dios te bendiga!
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Existen verdades que requieren una sensibilidad muy particular, se necesita tiempo para contemplarlas con los ojos abiertos del espíritu, para descubrirlas en toda su sencillez y profundidad. El misterio de la Maternidad es una de ellas. La Maternidad es la vocación sublime de la mujer, una vocación eterna que no conoce límites porque alcanza a tantos corazones humanos, alcanza a naciones enteras.
Tal vez hoy, más que nunca, es necesario revalorizar la verdad de la Maternidad, que no es una concepción añeja. Aunque se multipliquen y aumenten las ocupaciones de la mujer, todo en ella, su fisiología, sicología, así como sus sentimientos morales y religiosos, muestra y exalta su aptitud, su capacidad y su misión de engendrar un nuevo ser. Ella está más preparada que el hombre para la función generativa.
En virtud del embarazo y del parto, está unida más íntimamente a su hijo, sigue más de cerca todo su desarrollo, es inmediatamente responsable de su crecimiento y participa más intensamente en su alegría, en su dolor y en sus riesgos en la vida. Aunque es verdad que la tarea de la madre debe coordinarse con la presencia y la responsabilidad del padre, la mujer desempeña el papel más importante al comienzo de la vida de todo ser humano. Por desgracia, debemos constatar que el valor de la maternidad ha sido objeto de contestaciones y críticas.
Desde el punto de vista antropológico-ético, algunos la han considerado un límite impuesto al desarrollo de la personalidad femenina, una restricción de la libertad de la mujer y de su deseo de tener y realizar otras actividades. Así, muchas mujeres se sienten impulsadas a renunciar a la Maternidad para poder dedicarse a un trabajo profesional. Muchas, incluso, reivindican el derecho a suprimir en sí mismas la vida de un hijo mediante el aborto, como si el derecho que tienen sobre su cuerpo implicara un derecho de propiedad sobre su hijo concebido.
El niño no es un objeto del que su madre puede disponer, sino una persona a la que debe dedicarse, con todos los sacrificios que la maternidad implica, pero también con las alegrías que proporciona. El valor de la maternidad fue elevado a su grado más alto en María, Madre del eterno Dios, que se hizo hombre en su seno virginal.
La vida y sus eventualidades nos enseñan que hay una persona a quien se debe, junto con la vida, también todo lo que constituye el comienzo y el armazón de la historia del propio espíritu: la Madre. Debemos estar al lado de cada madre que espera un hijo; debemos rodear de atención particular la Maternidad y el gran acontecimiento asociado a ésta, o sea, la concepción y el nacimiento del hombre. Es necesario hacer lo imposible para que la dignidad de esta vocación espléndida no se destroce en la vida interior de las nuevas generaciones; para que no disminuya la autoridad de la mujer-madre en la vida familiar, social y pública, en toda nuestra legislación contemporánea, en la organización del trabajo, en las publicaciones, en la cultura de la vida diaria, en la educación, en el estudio, en todos los campos de la vida.
Debemos hacer todo lo posible para que la mujer sea merecedora de amor y veneración. Debemos hacer lo imposible para que los hijos, la familia, la sociedad descubran en ella la misma dignidad que vio Cristo en la mujer. ¡Madre que das la vida, Dios te bendiga!
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